Es importante y significativo todo lo que se pueda hacer en materia de contingencia desde el Estado en esta coyuntura increíblemente inédita. Lo hecho hasta ahora no es mucho, si bien –al parecer– ciertas decisiones en materia de salud nos han retribuido hasta hoy ventajas com­parativas en relación a otros países en materia de contención del coronavirus. Pero mas allá de lo que se pueda lograr en materia de contingencia se encuentra la construcción de una base estructural del futuro y en este orden no se ha visto nada.

Probablemente unos debates aún muy incipientes relacionados con la racionali­zación del Estado ponen cierto matiz en medio del desierto, pero dista mucho de ser suficiente. Por citar un solo ejemplo, un ministerio vital como Educación no ha mencionado una sola línea sobre cuá­les son los planes para el futuro, siendo que es evidente que la pandemia pro­vocará la necesidad de reacomodar las estructuras. Salvo las frecuentes polémi­cas de sus autoridades, no existe una idea sobre tal porvenir de la educación nacio­nal o por lo menos la nubosidad de una importante falta de comunicación –en el mejor de los casos– impide verlo.

Si permanecemos trabajando y pensando como Estado y –mismo– como sociedad solo para la contingencia, estamos perdiendo un valioso tiempo para planificar un futuro que a todas luces no se podrá administrar con el patrón de los años precedentes porque sen­cillamente el impacto global de la pandemia obligará a modificar las proporciones, los números, a redimensionar los emprendi­mientos y a racionalizar todos los costos.

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Requerirá, parafraseando a Churchill, “sangre, sudor y lágrimas”, redibujar un futuro en el que tendremos que necesa­riamente ser mucho más discretos con el gasto público, haciendo que el Estado cueste menos a los contribuyentes.

Una buena lección, en este orden, se recoge de ciertas medidas que se están aplicando, ahora, en los tiempos de con­tingencia. La racionalización en el uso de recursos, combustibles, viáticos y la pro­pia experiencia de instituciones públicas que están funcionando normalmente con la mitad de su plantilla; dan cuenta sobre un proceso de abaratamiento del Estado que se puede emprender.

Pero antes de empezar con este capítulo debe encararse una prioridad: los altos funcionarios deben ser honestos. Existen evidencias sobre intentos claros de per­petrar operaciones ilícitas en plena pan­demia, lo cual no debería tener perdón de la ley. Debe combatirse con puños de hierro contra la corrupción estatal. Las instituciones públicas y las binacionales son enclaves de lucro fácil para miles de funcionarios privilegiados en la historia de la transición. Esto ya no tiene el menor nivel de tolerancia por parte de la ciuda­danía.

En este sentido, el Gobierno debe sentir el clamor de los ciudadanos, que no están dispuestos a observar por las pantallas de los noticieros más episodios de abuso de poder y apropiación de bienes públicos. De lo que se trata es de un clima social que podría generar turbulencias que se debe evitar porque el proceso democrá­tico y las autoridades constituidas deben ser preservados, como corresponde, en un marco de un fiel cumplimiento de sus obligaciones.

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