El prejuicio es un enemigo irreconciliable de la ciencia y de los principios filosóficos que escudriñan el camino de la verdad. Porque, al anteponerse las creencias y opiniones que surgen del deseo subjetivo de cada uno por encima de una realidad que se formula con los hechos, necesariamente, se cae en el error.
Y el error provocado deliberadamente conduce –casi siempre– a la duda, es decir, la ausencia de certeza.
A diferencia de quienes plantean la duda como un método válido para acceder al conocimiento, en el caso al que solemos referirnos, la aplican con el peso cargado exprofeso para arribar a una conclusión negativa.
Con esto pretenden generar adhesión a sus posturas y, sobre todo, modificación de la conducta y las emociones de los lectores, oyentes y telespectadores, según se trate de medios de comunicación escritos, radiales o televisivos.
Hacemos estas tres diferenciaciones, porque, si bien es cierto que los diarios constituyen la puerta más rápida para verificar una y otra vez una misma información, las redes sociales han contribuido también enormemente para fijar los datos, generalmente parcelados, mediante audios y videos.
De esta manera van construyendo, en primer lugar, una narrativa absolutamente sesgada y orientada a la confusión y, por último, aunque no menos grave, para predisponer al público a creer incluso aquellas divulgaciones que riñen violentamente con lo que realmente está ocurriendo.
En este mundo nuestro, tan complicado y, a la vez, tan pequeño –porque, al final de cuentas, nos conocemos todos–, esto tiene un nombre y se llama, lisa y llanamente, desinformación.
Los miembros más conspicuos de la Real Academia Española, en su “Guía panhispánica de lenguaje claro y accesible”, acordaron que “la desinformación no significa carencia de información, sino información falsificada y deformada intencionalmente con el fin de manipular la opinión pública en favor de intereses económicos, políticos y sociales”. Y añaden: “Siempre han existido violaciones de la verdad, pero el ciudadano nunca se ha visto tan expuesto a la fabricación y divulgación sistemática de bulos, falsedades, e incluso mentiras desmesuradas o profundas”.
Finalmente, concluyen que “se difunden noticias no verificadas y sin soporte fiable como verdades absolutas. Se ha acuñado un nuevo término, la posverdad, que no concede tanta importancia a la veracidad y objetividad como a una distorsión informativa que ‘manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales’” (DLE).
Ni siquiera se precisa ser un avispado lector o lectora para percatarnos de que todos los días estamos ante un escenario como el que nos pinta la Real Academia Española y la Asociación de Academias de Lengua Española.
No hay una sola información que no pretenda erosionar los cimientos de la realidad para ofrecer su propia versión adulterada de los acontecimientos.
Los ejemplos abundan, pero el más reciente, sobre el cual han impuesto un tenaz asedio, tiene que ver con las intervenciones de las municipalidades de Asunción (Óscar Rodríguez, colorado) y Ciudad del Este (Miguel Prieto, Yo Creo).
Especularon que, en la sesión extraordinaria convocada por la Cámara de Diputados para tratar ambos asuntos, los representantes de la Asociación Nacional Republicana salvarían a su correligionario, pero que aprobarían la intervención del intendente opositor.
Finalmente, como no ocurrió tal cosa, ahora echaron a andar el rumor de que los interventores blanquearían a uno (ya se supone quién es) y recomendarían la destitución del otro.
En fin, prejuicios alimentados, no por la ignorancia, sino por la malicia, traducida aquí en la ausencia de integridad y la deshonestidad intelectual. Es lo que describimos al inicio de este editorial.
Repasemos lo que habíamos publicado semanas atrás. La repetición es, también, a veces, una buena maestra.
El artículo 165 de la Constitución Nacional no admite dobles interpretaciones: “La intervención no se prolongará por más de noventa días, y si de ella resultase la existencia del caso previsto en el inciso 3, la Cámara de Diputados, por mayoría absoluta, podrá destituir al gobernador o al intendente, o la junta departamental o la municipal, debiendo el Tribunal Superior de Justicia Electoral convocar a nuevos comicios para constituir las autoridades que reemplacen a las que hayan cesado en sus funciones, dentro de los noventa días siguientes a la resolución dictada por la Cámara de Diputados”.
Y, en ese sentido, qué expresa el inciso 3 del citado artículo: “Los departamentos y las municipalidades podrán ser intervenidos por el Poder Ejecutivo, previo acuerdo de la Cámara de Diputados, en los siguientes casos: (…) 3. por grave irregularidad en la ejecución del presupuesto o en la administración de sus bienes, previo dictamen de la Contraloría General de la República”.
Resumiendo, y en homenaje a la brevedad, los interventores de ambos municipios dispondrán de un plazo de noventa días para dictaminar fehacientemente sobre la veracidad o no de las denuncias debidamente formuladas, documentadas y presentadas por la Contraloría General de la República.
Y, en ambos casos, la contundencia de las documentaciones arrimadas a la Cámara de Diputados definirá el sentido del voto de cada parlamentario. Ahí, y solo ahí, veremos y sabremos quién es quién. El resto no pasa de la mera categoría de los prejuicios y las especulaciones basados en posturas interesadas.