¿Y si a desinformadores y mentirosos los desafiamos con diálogo y comunicación? El diálogo cara a cara o el ir para ver qué pasa y si es cierto parecen haber caído en desuso, aunque eran buenas opciones para acercarnos a lo que con frecuencia llamamos verdad que, en estos tiempos, pareciera que solo es posible de encontrar en internet.

  • Por Ricardo Rivas Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Bruno Rivas (25), el mayor de mis nie­tos, desde hace algún tiempo vive y trabaja en Cerdeña. Es joven, lúcido y busca intensamente su des­tino. Nunca fue isleño hasta estos tiempos. Rodeado por las aguas tan especiales del Mediterráneo, en cada minuto que puede recorre ese paraíso que tiene cerca de 2.000 kilómetros de pla­yas arenosas. No le pregunté aún, pero con seguridad ha llegado hasta Barumini para recorrer el más famoso de los narugas –Su Nuraxi–, habi­tado desde 1.500 años antes de nuestra era.

Habrá percibido también que en la bonita Costa Este –allí donde se lucen destinos como Biriola, la Cala Goloritzé o Mariolu– es donde trashu­man “rich and famous” que juegan a la aventura y apues­tan a lo que suponen exclu­sivo. Desde mucho tiempo ha sido así. Pero Cerdeña, además, tiene algún vínculo histórico con los misterios argentinos.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY
Luisa Valenzuela –escritora argentina, Premio Carlos Fuentes– recopiló en Sa Rosada, Mamoiada, Cerdeña, las historias necesarias para escribir su novela “La máscara sarda”, sobre Giovanni Pires o Juan Domingo Perón.

Se dice que allí, en un pue­blo llamado Mamoiada, nació un tal Giovanni Piras o Pires, que cuando niño, en 1909, migró con su familia a la Argentina. Según aquella historia, Piras o Pires con el tiempo cambió su nombre para llamarse Juan Domingo Perón. Sí, ese Perón que fue presidente argentino entre los años 1946 y 1955, y entre 1973 y 1974.

Quizás Bruno no lo sepa toda­vía. Lleva poco tiempo allí, pero cuando lea esta histo­ria sabrá que ese relato crece a partir de 1951 cuando el periodista Nino Tola, en dos notas que fueron publica­das en L’Unione Sarda, un periódico regional, el 20 de marzo y el 5 de abril respec­tivamente, lanzó la primi­cia. La isla vibró. Y mucho más aún cuando otro colega periodista, Peppino Canne­ddu, en 1984 publicó “Juan Perón-Giovanni Piras: dos nombres, una persona”, que es una investigación de su autoría.

Según me contó un colega de la agencia italiana de noticias ANSA, cuyo nombre no estoy autorizado a publicar, Pep­pino “es amigo de Augusto Sanna, escritor y propieta­rio del restaurante Sa Rosada, que frecuenta Giannetto Gungui, dueño de la Bodega Perón, muy cerca de esa pres­tigiosa casa de comidas.

¿Giovanni Pires es Juan Domingo Perón? Algunos en Cerdeña, Italia, así lo aseguran desde 1951

LEYENDA

Interesante leyenda, por cierto, que siempre me hace pensar e imaginar si acaso no se funda en alguna verdad. De Perón y de quienes estu­vieron vinculados con él se cuentan muchas historias. De doña Juana, su madre, alguien me contó que varios años vivió en la estancia La Porteña, ubicada en la chubu­tense localidad de Sierra Cua­drada y, hasta su muerte, en Comodoro Rivadavia, tam­bién en Chubut.

El periodista Cannedu cuenta en su libro que un Pires llegó a esa provincia cuando se iniciaba el siglo pasado y que con el tiempo se casó con una argentina. En Cerdeña las historias se multiplican exponencial­mente. Aunque pareciera que un poco más crecen en Mamoiada. De hecho, hay quienes en las fondas lugare­ñas aseguran enfáticamente que los Mamuthones, enor­mes máscaras con las que se ornamentan cada año quie­nes celebran el carnaval, tie­nen marcado parecido con ese tal Giovanni Pire.

El 10 de agosto de 2012, una de las más grandes escrito­ras argentinas, Luisa Valen­zuela, escribe en el diario La Nación de Buenos Aires: “Viajé a Cerdeña en febrero de este año con el propósito de investigar para un futuro libro sobre máscaras y car­navales. Pero allí me espe­raba, agazapada, la histo­ria insoslayable. Porque al llegar a la región conocida como la Barbagia di Ollolai, en Mamoiada, pueblo mon­tañoso de unos 2.500 habi­tantes, (…) la gran sorpresa: el presidente de una de las dos asociaciones de Mamuthònes e Issohadores, las máscaras más representativas de la isla, me reveló con total seguri­dad que Juan Domingo Perón había nacido allí”.

Al parecer, cuenta Luisa que “se trataría de un emigrante sardo de principios del siglo XX que, en el más absoluto secreto, logró convertirse en otro”. Valenzuela, como muchos entre los que me encuentro, dudó, pero relata que cuando todavía recorría las callejuelas de ese poblado en la isla “empezaron a llo­ver los datos” y, en particu­lar, menciona el hostal Sa Rosada, “es decir La Rosada en honor a nuestra casa de gobierno”. Escritora de fuste, Luisa Valenzuela fue por toda esa historia. “La máscara sarda” tituló a la novela en la que cuenta aquella experien­cia formidable en Cerdeña.

INVIERNOS DUROS

Por algunas historias, no son pocos los días en que pienso que casi todo –en la histo­ria universal– pasó en torno del Mediterráneo. ¿Por qué no? Los inviernos, en el sur del sur –especialmente en la costa atlántica argentina–, en algunos días suelen ser duros. En los amaneceres algunos rayos de sol logran perforar las capas nubosas, pero en lo que resta del día la amplia gama de los grises se extiende hasta colorear cada rincón natural con esos colores tan particulares con excepción de la propia tierra que se tiñe de ocre cuando queda cubierta por las pocas hojas de los árboles al borde de la desnudez.

Los vientos, que general­mente soplan desde la Pata­gonia, hacen lo necesario para que permanecer fuera de los lugares protegidos sea inclemente. Cada atar­decer llega temprano. El sol –cuando consigue conso­lidarse en el firmamento– nunca reina opacamente más que una decena de horas diariamente. Vivir adentro es una recomendación razo­nable. Los leños imprescin­diblemente encendidos, no pocas veces, son un buen punto de partida para varia­das reflexiones. Mucho más cuando, como en este día, algunas plataformas para la mensajería instantánea evi­dencian fallas a nivel global y millones de prójimos –de un momento para otro– desapa­recen mientras con sus ojos interrogan a los móviles que no responden.

No habrá tampoco hoy tra­bajo a distancia. Invierno, grisura, lloviznas frías, vien­tos y una repentina soledad aplastante que desde algún lugar se instala hasta ocu­parlo todo. ¡Maldita virtua­lidad interrupta! ¿Cuánto habrá de durar la caída de Whatsapp? “No mucho”, dice la esperanza a la vez que nos propone –sin anestesia– esperar. Toda incertidumbre angustia. El tiempo pasa. Vie­jas publicaciones atraen mi atención. El streaming las releva cuando las búsque­das persiguen otros produc­tos. En soledad mixta y sen­tado en la vieja mecedora el pensamiento vuela. ¡Tardará mucho en volver Whatsapp? No tengo respuesta. ¿Será una opción volver a la proxi­midad real? Para muchos, seguramente sí. Aunque lo nieguen y fustiguen, esta sen­sación creo que inesperada­mente emergió como desa­fío para una buena parte de nuestras sociedades. La caída de Whatsapp es una de las noticias relevantes en los portales de noticias en la desventurada aldea global. Toda una revelación. Hablar (no chatear) con quien está a mi lado –como era hasta no hace mucho tiempo– se presenta como una posibili­dad vinculada intensamente con la audacia. ¿Y qué le digo?, pensarán muchos y muchas. Panic attack! Triste, aunque parezca increíble y cueste aceptarlo. “Si la realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad”, dijo allá por 1609 John Locke, dirigiéndose hacia quienes descreían de su palabra.

AYER CERCANO

Un 40 % de la población glo­bal está desconectada. Para ellos la caída de Whatsapp no es un problema. Tam­poco es parte de sus prácti­cas ni de la realidad que tran­sitan como sí lo es para el 60 % conectado. Hasta hace poco tiempo no era así. Aunque las diferencias con ese ayer cercano son bien distintas. Especialmente por sus efectos, implicancias y el sentido que producen. Ya ni mentir es lo mismo que antes, aunque la mentira para nada es nueva y, desde siempre, es una pre­ocupación social. Como lo es la desinformación que, aso­ciada con las putas mentiras, casi todo lo envuelven.

¿Y si a desinformadores y mentirosos los desafiamos con diálogo y comunica­ción? El diálogo cara a cara o el ir para ver qué pasa y si es cierto parecen haber caído en desuso, aunque eran buenas opciones para acercarnos a lo que con frecuencia llamamos verdad que, en estos tiempos, pareciera que solo es posible de encontrar en internet. Lo googleamos. ¿Aquel mundo con voces múltiples que con justicia preocupaba a muchas personas que advertían que algunos soportes mediadores acallaban a algunas de ellas quedó atrás? No lo sé. Aun­que a veces creo que todas las voces, todas, dicen, parlotean, gritan, se gritan, nos gritan, pero poco y/o nada comuni­can. ¿La “telaraña universal” de la que nos advirtió el maes­tro Eduardo Galeano? Con mucho menos para decir­nos era posible mucho más. Socializar es infinitamente más que un click para produ­cir una amistad virtual que con otro click (bloquear) pasa a ser una enemistad.

Restaurante Sa Rosada, una prestigiosa casa de comidas

INVISIBILIZACIÓN

Sentados en los cordones de las veredas de los barrios donde vivíamos nos hacía­mos amigos. Nos encha­migábamos para siempre. ¿Volvió Whatsapp? Nadie me busca ni puedo buscar a nadie en el espacio virtual por esa caída que no hace ningún ruido al tocar el piso. Raro el progreso desde hace algún tiempo. Cuando llega o, más aún, cuando está por llegar, es imperceptible. Lo ina­lámbrico invisibiliza algu­nos avances y los normaliza.

En el pasado reciente cuando trabajaban para instalar algunos “imparables avances del progreso” permitía verlo llegar y hasta esperarlos. Ya no. ¿Volvió Whatsapp? No. Una docuserie de Netflix me lleva otra vez a la increíble­mente bella Cerdeña, donde la nobleza europea solía pasar meses “ne rien faire ou lais­ser passer le temps”, como lo escuché decir algunas madrugadas al “conde Jean Paul” apoyado en la barra del Refugio del Viejo Conde, un punto de elevada gastrono­mía en la noche de Buenos aires, allá por los 70, con una fina copa de tubo cargada con Barón B, que sostenía siem­pre con su mano derecha.

El tema me atrajo. Cuenta la historia de cuando Vittorio Emanuele de Saboya –hijo de Víctor Manuel María Alberto Eugenio Fernando Tomás de Saboya, el último rey de Ita­lia– en 1978 disparó dos tiros que dieron en Dirk Geerd Hamer (19), un joven estu­diante alemán que falleció cuatro meses más tarde como consecuencia de las heridas recibidas. Aquel suceso acae­ció en una madrugada trágica en la isla de Cavallo, Córcega, pero no pocas de las perso­nas involucradas habían par­tido desde Cerdeña en pro­cura de más diversión. En el proceso, Vittorio Emanuele fue absuelto por la justicia francesa.

Vittorio Emanuele de Saboya recuerda que Juan Carlos I de España le disparó a su hermano y lo mató (...) se llamaba Alfonsito (...) yo estaba allí.

El documental que vi hace público un vídeo en el que el absuelto, en una cárcel, cuenta a sus compañeros encarcelados que engañó a los jueces porque, en verdad, fue quien asesinó a Hamer. Pero en esa producción va más allá. Menos de tres minu­tos antes del final, revela su encono con el rey Juan Carlos I de España porque “era muy poco educado con mi mujer y conmigo”.

Luego, inesperadamente para el público, sostiene que “Juanito (así le llama al ahora monarca emérito) la armó gorda (…) le disparó a su her­mano y lo mató”. Sobre la víc­tima recuerda que “se lla­maba Alfonsito”. Asegura que él “estaba allí” y cuenta que “después de eso, (a Juan Car­los) lo llamó Franco (Fran­cisco, dictador español entre el 31 de enero de 1938 y el 9 de junio de 1973) y dijo: lo con­vertiré en rey”.

Mauricio, un querido ami­go-hermano, desde Santiago de Chile me informó que “vol­vió Whatsapp”. Lo verifiqué bastante tiempo después. Donde estaba se restableció con alguna demora. Por la inesperada falla de ese men­sajero pude saber algunos secretos que se guardan en Cerdeña y creo saber que lo que allí sucede, allí se queda. ¡Como en Las Vegas! Volví a la lectura con el diccionario de la Real Academia Española (RAE). Busqué el significado de “nobleza” y con precisión supe que esa palabra “incluye a aquellas personas y sus familias que han heredado o se les ha concedido un título nobiliario”. Por fuera de los gobiernos de familia –como suelo llamar a las monar­quías– “noble” es una persona “preclara, ilustre, generosa”. Para pensar, ¿verdad?

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