Por Paulo César López, paulo.lopez@nacionmedia.com - Fotos: Christian Meza

A unos 25 kilómetros del centro de la ciudad de Carapeguá, departamento de Paraguarí, una peculiar formación geológica se alza entre los humedales que alimentan el lago Ypoá. En esta nota te contamos la experiencia de la travesía acompañada de sensacionales tomas de este tesoro escondido en medio del pantanal del mítico espejo de agua.

Los principales guar­dianes de este prodi­gio de la naturaleza de unas 35 hectáreas son los intrincados y laberínticos caminos que pueden llegar a disuadir hasta al más osado de los aventureros. Tras no pocas dificultades, llegamos al fin cerca de las nueve de la mañana al lugar convenido, una casa de típico estilo kulata jovái cuyo patio pos­terior hace las veces de atra­cadero de botes.

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Una vez que arribamos al “puerto” ubicado en la com­pañía Caapucumí nos comu­nicamos con doña Claude­lina Franco, encargada de las comunicaciones para la coordinación de las visitas a la isla, a fin de avisarle que ya habíamos llegado.

Don Catalino junto con su esposa Claudelina

“Ohótama che ména pen­derekávo. Agaite oguaheta” (Ya se va mi marido a bus­carles. Enseguida llega)”, nos dice del otro lado en una breve conversación entrecortada por interferencias en la señal.

Pocos minutos después observamos a un hombre enjuto de avanzada edad y curtida piel morena que por las noches bien puede ser tomado por Caronte. Al tiempo que aparca mansa­mente el bote en el rústico muelle nos saluda con tono animado: “Mba’éichapa. Pejupi katu. Barco ko ýpe ojecarga porque nda’irrué­dai” (¿Qué tal? Suban. El barco se carga en el agua porque no tiene ruedas), nos invita don Catalino Franco largando una leve carcajada, quizá advir­tiendo cierta renuencia de nuestra parte para abordar la pequeña embarcación.

Una vez que nos acomoda­mos luego de cumplir rigu­rosamente las indicaciones sobre la forma de ocupar nuestros respectivos luga­res, empezamos a atravesar el canal de unos 800 metros rumbo a la isla.

CIENCIA EMPÍRICA

“Pee amalicia pende pecado heta porque pende pohýi” (Al parecer ustedes tienen muchos pecados porque son pesados), dice cambiando bruscamente de tono y con semblante serio, puesto que en el oficio de canoero cal­cular el peso de los pasaje­ros no es asunto de bromas, sino una ciencia empírica de una importancia no menor. “Kóa ko ileihína ha ha’e he’ía mante jaja­pova’erã o sino jaháta ýpe nañaniveláirõ” (Este tiene su ley y únicamente lo que él diga debemos hacer porque si no nivelamos, nos vamos al agua), explica mientras impulsa la canoa con un largo palo de tacuara, con el que además realiza las maniobras para cambiar de dirección.

Así, entre el chirrido estri­dente de los chahã nos abri­mos paso entre los camalo­tes a través de un estrecho canal rumbo a Mocito Isla, una particular formación geológica enclavada en los humedales que alimentan el lago Ypoá.

En tanto realizamos el cruce nos cuenta algunas anécdotas de su larga tra­yectoria de macatero dedi­cado a la venta de la produc­ción artesanal de su valle en los mercados de Asunción. Nos cita calles y lugares de la capital para demostrarnos que también es baquiano en la ciudad. Tan pronto como llegamos a la otra orilla, mientras nos conduce a tra­vés de una senda alambrada nos pone al tanto de algu­nos detalles de una batalla judicial que tuvo que librar años atrás con la familia de parientes con la que com­parte la isla y que, según cuenta, intentó cerrarles el paso al amarradero deján­dolos aislados.

COSA DEL DIABLO

Tras cruzar el límite liti­gioso, nos conduce a tra­vés de un túnel verde en cuyas sombras se disfruta de un plácido microclima que nos aísla del agobiante calor de una jornada típica del invierno paraguayo, es decir, con una temperatura cercana a los 30 grados. “Péa ko Aña rembiapo” (Eso fue obra del diablo), asegura sobre el pleito intrafami­liar mientras nuestros pasos hacen crepitar las hojas y ramas secas que forman una larga alfombra a nues­tros pies.

Luego, nos cuenta la historia de cómo su familia se instaló en el paradisiaco sitio hace 70 años, cuando él tenía ape­nas cinco, y luego cómo su padre concretó la compra y titulación de esta tierra de dominio fiscal ante el enton­ces Instituto de Bienestar Rural (IBR).

“Ápe ko che abuelo oñepyru­va’ekue oiko ha ha’e ojapo machete ha azada-pe pe canal rocruzahague, pero ha’e nunca ndotitulái. Che túa ojapova’ekue la docu­mento umía ante el IBR che arekórõguare cinco años ha che ko’ága 75 años areko” (Mi abuelo empezó a vivir acá y él hizo con machete y azada el canal que cruza­mos, pero nunca tituló. Fue mi padre el que hizo el docu­mento ante el IBR cuando yo tenía cinco años y ahora yo tengo 75 años), expone.

ANTROPONIMIA

Sobre el nombre con que se conoce al lugar, explica que de acuerdo a su abuelo allí habitó antes que ellos un hombre junto con su esposa que era conocido con el sobrenombre de Mocito.

Luego de dejar atrás el corredor de hojarasca, atra­vesamos una amplia pradera con una imponente vista al cerro Acahay y la amplia cadena de serranías que atraviesan el noveno depar­tamento. Pasamos la cancha de fútbol y volley en direc­ción a la cabaña turística donde los visitantes pue­den pasar la noche y que cuenta con todas las como­didades urbanas, incluidas agua caliente y televisión por cable. En tanto toma­mos asiento en un banco de madera bajo la sombra de un abanico de especies refores­tadas se acerca a saludarnos doña Claudelina Franco, la esposa de don Catalino.

“Kóa la comisario hína” (Ella es la comisario), dice nuestro anfitrión al presen­tar a su cónyuge, una activa mujer de 57 años que cele­bra con una sonora risotada la ocurrencia de su marido. Después de las salutacio­nes de rigor, nos ofrece un sabroso mbusia cacero ela­borado por ella misma.

Mientras desayunamos nos cuentan que al excavar para la construcción del pozo ciego de la cabaña encon­traron restos de vasijas y otros utensilios que habrían sido fabricados por antiguos indígenas que poblaron el lugar y que por alguna des­conocida razón abandona­ron este privilegiado empla­zamiento.

Posteriormente, nos ponen al tanto de algunos porme­nores familiares como que tienen tres hijas y dos nietos que viven en ciudades dis­tantes, pero que siempre los visitan durante las fechas especiales como cumplea­ños y feriados.

LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO

Don Catalino y doña Clau­delina son exactamente lo opuesto al estereotipo del campesino paraguayo tímido, reservado y taci­turno. Locuaces y alegres, probablemente el hecho de vivir solos en una isla y con antecedentes de un con­flicto con sus únicos veci­nos hace que la venida de visitantes rompa la mono­tonía de una vida (quizá demasiado) sosegada y ale­jada del mundanal ruido, en especial en un momento de temporada baja en cuanto a la afluencia de turistas.

Además del progresivo declive de la población de animales silvestres, don Catalino nos cuenta que hace unos cuatro años el canal se secó casi en su totalidad al punto de que se podía cru­zar al otro lado a pie, lo cual causó gran mortandad de peces y la caída del flujo turístico, pues la principal atracción para los visitantes es el cruce en canoa.

A más de la explotación turística del sitio, la pareja se dedica al cultivo de rubros de autoconsumo como maíz, cebolla, poroto y mandioca, así como la cría de anima­les para la producción de carne y queso, aunque en el pasado también se procu­raban ingresos a través del cultivo de rubros de renta como el tabaco y el algodón.

“Algunos ko oporandu oréve mba’éicha ikatu ápe roiko. Ápe ndaipóri omon­dáva ñande vaka. Che mymbakuéra ko estero-pe okaru. Kóa ko fiscal. Máa­pio he’íta ndéve mba’eve. Jaiko porã ápe. La tran­quilidad cien por cien” (Algunos nos preguntan cómo podemos vivir acá. Acá no hay quienes nos roben nuestras vacas. Mis animales comen en el estero. Esto es fiscal. Quién te va a decir nada. Acá vivimos bien), afirma don Catalino al tiempo que expresa que de las 22 hectáreas que están en su poder, su chacra tiene solo dos hectáreas y el resto es todo bosque.

Nuestro interlocutor no se cansa de enumerar una y otra vez las bondades del sitio. A la par que nuestro reportero gráfico apresta las últimas tomas nos vamos marchando lentamente con el sol refulgiendo sobre nuestras cabezas. Una vez de regreso a la improvisada dársena, repite las mismas instrucciones antes de subir a la nave para emprender el camino de retorno.

El calor de la siesta hace aún más profunda la quie­tud. Tras bajar al desem­barcadero, nos despedimos con un apretón de manos y don Catalino nos invita a volver otro día con más tiempo. Entretanto avan­zamos, dejamos a nues­tras espaldas un pedazo de paraíso en la tierra cus­todiado por un celoso cen­tinela que muestra pero oculta al mismo tiempo.

Un lugar curioso

El geólogo Hugo Ayala, autor de una inves­tigación en curso sobre el lugar, refiere que cuando las aguas del lago Ypoá están altas la isla queda en el interior de este, pero en los últimos años hubo un descenso impor­tante en el nivel, lo cual lo aleja en la actua­lidad unos cinco kilómetros.

Ayala refiere que se trata de un lugar muy curioso debido a que durante un releva­miento parcial pudo encontrar formacio­nes que dan cuenta de un contacto entre rocas del Precámbrico y el conglomerado de Paraguarí, así como brechas tectónicas.

“Esto describe un contacto que hubo en el lugar en tiempos geológicos muy antiguos. Las rocas halladas en el lugar pertenece­rían originalmente a los conglomerados de la formación Paraguarí y que están rela­cionados y localizados en la base del cerro Hû. Y también encontré rocas de material brechoso muy silicificado, o sea material anguloso que está incrustrado en las rocas de una textura parecida al canto rodado”.

Sin embargo, aclara que solo pudo acceder a una parte de la isla debido a la partición interna entre las dos familias, por lo que manifestó que en una futura investigación más exhaustiva sería necesario acceder el resto del territorio.

A pesar de la probable similitud entre las características geológicas, el experto sos­tiene que sería posible encontrar un aflo­ramiento, es decir material rocoso más grande, o material que describa otro tipo de registros.

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