Este relato, perteneciente también al volumen “Desde el otoño”, viaja hasta un tiempo en el que el país estaba sumergido en la oscuridad de la dictadura. En ese marco, la aparición de un nuevo periódico manejado por una pluma y pensamiento crítico se convierte en un problema y, situaciones poco claras mediante, la familia termina exiliada nuevamente en la Argentina.

  • Por Pepa Kostianovsky

Dada la precocidad que imprimió mi madre a nuestras vidas, yo no recuerdo haber tenido tiempo de hacer planes, para nada.

De hecho, cuando me ente­raba de que los barcos exis­tían llevaba ya mi buen tiempo de navegación. Y así como un día me encontré con un título de abogada sin haber pensado siquiera en ejercer tan aburrido oficio, otro –al parecer algo más ati­nado– me encontré frente a una máquina de escribir, ini­ciándome en las mañas del periodismo.

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Cuando mi padre anunció sorpresivamente su deci­sión de volver a incurrir en una aventura periodística, mamá –como Úrsula Igua­rán cuando Aureliano Buen­día derritió las monedas de oro de su dote– “lloró de cons­ternación”.

Pero Kostia también sabía imponer sus caprichos y anun­ció que la salida de Última Hora estaba decidida. Pablo Rojas había comprado la antigua edi­torial El País con las máquinas cuyo último producto había sido La Tarde, aquella bazo­fia obsecuente al servicio de la dictadura. Y le propuso a papá salir con un diario.

No tenía sentido intentar competir por la mañana, en la que ya Abc Color había desplazado del liderazgo a La Tribuna.

A pesar de que el público estaba ya acostumbrado a la tecnología y el colorido del offset, consideraron que un vespertino podía encontrar espacio. Y no se equivocaron.

El entusiasmo de papá era contagioso. Tanto que en pocos días también había involucrado a mamá. Y yo impuse mi presencia.

–Si vos vas a sacar un diario, yo voy a se de la tripulación.

–¿Y qué vas a hacer vos en un diario?

–Cualquier cosa.

No hace falta dar explica­ciones de las ventajas que implica ser la hija del director, ni siquiera hay que someterse a una prueba de ortografía. Yo integraba el staff por derecho “natural”.

Sin saber qué tareas adju­dicarme, papá me asignó la página de Sociales. Y le pidió a Ana Iris Chávez, responsa­ble a su vez de la sección Cul­tural, que me diera algunas directrices. A decir verdad, no era una labor que recla­mara demasiado talento. Y yo resulté más que eficiente, no solo informaba sobre merien­das, bodas, saraos y aconte­cimientos frívolos, sino que los inventaba con absoluta libertad.

Ni bien Botti terminaba de diagramar la página y pau­taba los espacios, yo me embarcaba en llenar los cen­tímetros de columna con casorios, agasajos y demos­traciones imaginarias a las que asistía una ignota con­currencia pergeñada por mi espíritu creativo.

Para darle algún viso de cre­dibilidad, de vez en cuando alternaba aluna información cierta, levantada de los dia­rios de la mañana. No me sor­prendió demasiado ver que mis colegas hacían lo mismo, cuando empecé a ver repro­ducidas en los matutinos, mis elegantes veladas de ficción.

Creo que hasta hoy algunos de mis “personajes” siguen apa­reciendo entre los que “cele­bran sus cumpleaños”.

En aquel viejo y modesto Última Hora, de las linotipos y los clichés, el periodismo era una fiesta. Kostia, ade­más de ejercer la dirección, escribía el editorial, la sección de comentarios “El eco de la noticia” y el “Verso-mi”.

Las veces que él viajaba, Rei­naldo Montefilpo asumía la responsabilidad de los edi­toriales. Sin más trámite, me hice cargo de “El eco” y el poe­mita de contratapa. Alguien tenía que hacerlos.

A pesar de sus limitaciones técnicas, Última Hora fue un éxito que obligó a Pablo Rojas y a Kostia a considerar la incorporación de máqui­nas modernas. Se impuso una pausa en la aparición del periódico, a fin de acondicio­nar el edificio para instalar las nuevas impresoras.

Nunca pudimos tener certeza sobre los motivos que nos lle­varon al exilio.

Si fue una infortunada casua­lidad del destino la que hizo que en una redada de extran­jeros confundieran el nom­bre de Eduardo Dios, con el de un “Juan de Dios no sé cuánto” reclamado por la policía argentina y lo vinie­ran a buscar para expulsarlo a Clorinda sin siquiera cons­tatar identidades.

O si fue un incidente delibe­radamente planeado por el canalla de Sabino Montanaro, mediocre y perverso minis­tro del Interior de Stroessner, para sacar del medio la incisiva e irónica pluma de Kostia, que para el tirano y su camarilla era más molesta que un susu’a (*) a la altura del hueso sacro.

Montanaro nos recibió esa tarde en su oficina. Luego de un intercambio de saludos medianamente corteses, leyó un supuesto informe. Le hice notar que los datos no coin­cidían con los de Eduardo, ni siquiera en el nombre.

Me respondió rudamente que no estaba dispuesto a tolerar cuestionamientos a la labor de sus servicios de inteligencia.

Papá le recordó que había pedido la entrevista invo­cando su amistad con su difunto padre, cuyo retrato presidía aquella siniestra sala.

“Creí que también nosotros éramos amigos” –reclamó el infame.

“No lo somos, desde el momento en que usted se per­mite tratarnos con esa grose­ría –replicó papá.

Nos pusimos simultánea­mente de pie y nuestro anfi­trión sacó una pistola con la que nos apuntaba gritando: “Fuera de aquí, judíos de mierda”. En ese momento irrumpieron en la habitación tres gorilas. Kostia sacando a relucir sus espuelas de viejo gallo de riña, lo desafió:

–”Chancho asqueroso, dis­pará, si te animás”.

Uno de los capangas le aplicó una trompada y lo tiró al piso, empujándolo hacia el corre­dor. Yo me lancé sobre ellos gritando: “No lo toquen”. El infeliz dio un portazo.

Salimos de allí golpeados pero altivos. Con la dignidad intacta.

Una hora después, papá fue detenido por “orden supe­rior”. Pasó un mes en un calabozo de Investigaciones. Luego, “Ito” Barchini –amigo leal– consiguió permiso de Stroessner para sacarlo de allí y cruzarlo a Clorinda.

Era setiembre del ‘76. Nos instalamos en Buenos Aires. Montanaro le informó a “Papu” Rojas que Última Hora no volvería a salir bajo la direc­ción de Kostia. “Papu” viajó para decírselo a papá, quien sin dejarle opciones lo obligó a hacerse cargo del timón. Y el mitã’i (*) sacó el barco a flote, como un viejo lobo de mar.

Susu’a: grano.

Mitã'i: chiquilín.

Etiquetas: #oficio#inespera

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