- Por Ricardo Rivas
- Periodista Twitter: @RtrivasRivas
De mi pueblo natal, el Bajo Belgrano, en Buenos Aires –unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción– se puede contar y escuchar mucho de historias. De este siglo, del pasado y de los anteriores. No son pocas, ni pocos, los cuenteros y cuenteras que, en su afán de parlotear y presumir de sabiondos y sabiondas, aseguran recordar, incluso, lo que jamás sucedió en aquellas calles. Solo unos pocos adoquines –cada minuto más mudos– algunas paredes despintadas y un puñado de árboles centenarios, que aún le quedan al viejo barrio que dejó muchos años atrás de ser barriada, son parte sustancial de aquella comarca que fuera perfumada y, en sus postrimerías, conocimos y, como pibitos y pibitas, muchachos y muchachas, conocimos.
YUYALES Y MANSIONES
Con yuyales y mansiones, con parques enormes para jugar a la pelota, para andar en bicicleta, para remontar barriletes. Con viviendas obreras y palacios, con sudestadas e inundaciones que todo lo arrasaban, la vecindad –que aspiraba a ser ciudad– aprendió, no sin disgustos ni tristezas, que “las ciudades destruyen las costumbres”, como advirtió, desde México, don José Alfredo Giménez, enorme cantante popular. No lo escuchamos. ¿Sordera epocal? No, para nada. Tampoco hoy escuchamos cuando la misma advertencia la cantan, como pocas, Chavela o Concha Buika. ¿Qué le faltaba a Belgrano –que alguna vez, y por no menos de un cuarto de mi vida fue mi único universo o, por qué no, mi excluyente mundo conocido–, que supo tener ese todo que, más tarde, descubrí con profunda tristeza que era, a la vez, mi casi nada y mi casi todo, para que fuéramos por más? Era tan tierra de sueños y de mitos como de pesadillas. Sacudía la imaginación de poetas y poetisas. “...Ciudad, te amo, ciudad, me amas,/enamoradas cantan las ramas,/Por las Barrancas de Belgrano/los dos amantes, mano a mano...”, escribió a mi pueblo natal Rafael Alberti, nacido en 1902 en el Puerto de Santa María, Cádiz, España, durante su exilio en Buenos Aires, entre 1940 y 1963. ¿Qué le faltaba a Belgrano si hasta aquel que en París, mientras –refugiado de la persecución del dictador Francisco Franco– vivía en la casa de Pablo Neruda, se rindió ante la belleza enigmática de aquellas barrancas que aún hoy recorren miles de “amantes mano a mano”?
RECUERDOS COMPARTIDOS
Con esos recuerdos dialogo este viernes. Enorme misterio la construcción de la memoria. O no. Tal vez, algunos breves mensajes en FB con Julio César Bertollo –ex pibe del barrio que como cantante lírico luce en el teatro Fenice de Venezia– o una charla telefónica con Santiago Julio Novoa, “El Chago”, quien fuera cofundador de la mítica banda Almendra, con Luis Alberto Spinetta, Emilio del Guercio y Edelmiro Molinari, me condujeron hasta tiempos lejanos y presentes. Me ganó el silencio refugiado en la vieja reposera. Afuera, la noche, en el barrio La Florida, Mar del Plata, estaba fría. Muy fría. Con los ojos clavados sobre las llamas encendidas de los leños en tránsito a ser humos y cenizas, volví hasta aquellos pagos en los que, como en el tango de Mariano Mores, “lloré una tarde el primer desengaño”. El copón me sorprendió con un Insólito Cabernet Franc del 2018 hecho en Balcarce, bellísima zona serrana bonaerense. Impensadamente levanté ese cáliz. Brindé con Julio y “El Chago”.
LA BODA “DEL REY”
Con el silencio, minutos después que naciera el sábado, me vi nuevamente en el viejo barrio donde también se asegura que había fantasmas, exorcistas y demonios. Caminaba lentamente. Aquel atardecer, las campanas de la vieja abadía de san Benito lloraron. Los campaneros, con tristeza o, tal vez, desgano, solo impulsaban toques lentos para que sonaran apenas dos campanas. Alguien murió o pronto morirá, imaginé. Todo era silencio. Hasta los paredones devolvían ecos apagados. Era el fin de una tarde para nada agitada. El campanario vecino del Colegio de las Esclavas también llamó a tristeza. La oscuridad ganaba espacio. Las persianas de la vecindad se cerraron casi como los ojos de muchos y muchas que se negaban –y todavía niegan– las atrocidades de los genocidas. Mis sentidos estaban en máximo alerta. No sé por qué, pero la memoria me dice que aquellos toques de dolor me hicieron pensar en dos curas benedictinos que desde varias semanas no se los veía entre la feligresía. Nunca supe sus nombres. Creo que uno de ellos tenía un apellido francés. Siempre, cerca de ellos, estaba el padre Bonifacio, de familia alemana, del que se decía que era “teniente del ejército”. Se los extrañaba. Eran jóvenes, alegres y caminaban junto a los desposeídos. Nadie explicaba dónde estaban o, más exactamente, por qué no estaban. El abad Andrés, para ese tema, no tenía respuestas. A un par de “señoritas” muy mayores que pasaban sus días entre rezos, mientras caminaban incansablemente el templo para encender y apagar velas, cirios y candelabros, las escuché alguna vez comentar que “para decir la verdad, los que no están, están en sus celdas y tienen prohibido salir de ellas. Les prohibieron reunirse con la comunidad de los hermanos”. La confidencia –como todo secreto que conocen más de dos– ganó el barrio. Se instaló la pena pero no la sorpresa. “Desde muchos años, aquí, corren insanos aires franquistas”, dijo alguna vez en el transcurso de un sermón dominical, en bajo tono –pero perfectamente audible– un español claramente republicano. Eran tiempos muy particulares. Cinco curas constituyeron un coro gregoriano. “Luz y Origen”. Así se llamaban. Eran buenos. Cuando estaban lejos de la vista –y los oídos siempre prestos de la jerarquía– cantaban otras cosas. ¿Por qué no? El 3 de mayo del ‘67, en el altar mayor, se casaron “El Rey”, Palito Ortega y Evangelina Salazar. Padrino de la boda, Ireneo Leguizamón Jockey, legendario amigo de Gardel. Vecino notable de Palermo. Junto con ellos llegó la televisión. El Club del Clan al poder. Los casó el propio abad, Lorenzo Molinero. Con mitra y estola.
EL VIEJO BARRIO
Eran cerca de las 10 de la noche. En aquellos años estaban ubicados mis pensamientos en el crepúsculo de un sábado mientras caminaba, lentamente, por el Boulevard Olleros a metros de la Avenida Luis María Campos. Si bien miraba a ninguna parte, mis ojos se elevaron cuando el campanario echó a vuelo para llamar a misa. Eran casi las 7 de la tarde. Las Cañitas es un barrio extraño en Buenos Aires. Al caminar sus calles –muchas de ellas adoquinadas por exigencia conservacionista del vecindario– lentamente se pierde noción del tiempo y del espacio. Especialmente a la siesta y, mucho más, cuando el sol se retira para dar paso a ese momento increíble que emerge cuando crece la penumbra. Cuando la humedad inevitable que se levanta de las que alguna vez fueron las riberas del arroyo Maldonado. Cuando las sombras de árboles centenarios, en algunos atardeceres especiales, comienzan a proyectar formas extrañas semejantes a las que podrían ser figuras monstruosas o, si se quiere, satánicas. Crucé Luis María Campos. Hundí mis manos hasta el fondo de la campera. Invierno impiadoso. Algo especial, a la vez que indefinido, es posible encontrar en la calle Villanueva. En particular, en el tramo que corre entre Olleros y Maure. No llegan a ser trescientos metros en los que, hay que decirlo, el tiempo parece detenido. “Aquí se refugió el pasado y el perfume que Las Cañitas aún tenía cuando comenzaba el siglo XX”, escuché alguna vez que comentaba un viejo que, como prófugo del interior de un tango, hablaba solo sentado en el gastado escalón de mármol de una casa que ya no está. Lo imaginé italiano. Sí. Un tano de aquellos que llegaron hasta aquí para “hacer la América”. Pantalón gastado. Un saco tan gris como aquel día. Bufanda de lana en el cuello. Tamangos gastados. Gorra con la visera caída sobre sus cejas pobladas. Con un cigarro apagado que sostenía con la comisura derecha de sus labios. Creí que hablaba con alguien, pero estaba en soledad. “Viejo loco”, pensé.
EL EXORCISTA DE LOS BENEDICTINOS
Pasaron muchos años desde aquello. Cuando recuerdo aquella escena, imagino que, quizás, hablaba con alguien que solo era para él, en sus memorias orales y que, pese a haber iniciado el viaje final, seguía a su lado. Pensé mucho en aquellos años de purrete –para nada arrabalero– que soñaba con llegar a los 15 para dejar los pantalones cortos que llegaban hasta las rodillas. Sonreí. Recordé que mi vieja, doña Erlinda –”La Negrita”, para el barrio, y para don Domingo, nuestro abuelo que así, cariñosamente, la llamaba a aquella niña morochita, que era la luz para sus ojos claros– para nada quería que anduviera por allí. “En Las Cañitas hay gente de avería”, decía. ¿Qué los habría averiado? ¿Cómo saberlo? Volví sobre mis pasos. A través de la gastada reja miré con atención hacia el interior de los jardines del templo que allí está desde 1920. Un enjambre de sombras indefinidas se movía de un lado a otro. Impresiona el enrejado en torno de la capilla original de la abadía. Allí descansan los restos del abad, Lorenzo Molinari Antón. “El que casó a Palito y Evangelina”, decían las viejas chismosas mientras lo señalaban a quienes, con interés de conocerlo, visitaban el monasterio. Un par de veces hablé con él luego que mi madre, que esporádicamente concurría a sus misas, me comentara que era “el exorcista de los benedictinos”. Nunca el cura me confirmó aquella condición. Sin embargo, un novicio con el que solo conversé una vez, porque no completó su noviciado, confidenció que “el abad nos contó que, en una casona muy cercana de donde lo llamaron porque sus ocupantes tenían la convicción de que la casa estaba poseída, en cuanto entró, la vajilla de porcelana europea y algunos muebles volaron con fuerza sin que nadie pudiera explicar lo que allí sucedía. Todo terminó cuando, ‘Su Paternidad’ (así lo llamaban y se dirigían cotidiana y protocolarmente a él) y los ricachones que allí vivían comenzaron a rezar en voz alta”. La historia no tardó en ser el eje central de las conversaciones barriales. El abadiato de Lorenzo se extendió entre 1963 hasta 1971. El cardenal primado, arzobispo de Buenos Aires, Antonio Caggiano, lo hizo abad. Ocho años más tarde dejó el cargo. La comunidad benedictina transitaba conflictos de todo tipo que lo desbordaron. Varios religiosos dejaron la comunidad. El barrio, comprensivo y en voz baja, aseguraba que, “Lorenzo solo deseaba ser un monje más para enfrentar a Satanás”. Regordete, con aspecto bonachón, también había optado por los pobres. Misionaba en las calles de Belgrano, Palermo y Las Cañitas con enorme vocación. De regreso al monasterio, permanecía en su celda “en oración”, sostenían enfáticamente. También allí recibía a quienes querían verlo. Una mesa, dos sillas, una jarra con agua y dos vasos, además de la escucha atenta, era todo lo que ofrecía a sus visitantes. Trascendió con rapidez. En el Arzobispado de Buenos Aires –cuentan los pocos memoriosos que todavía quedan por allí– “no estaban de acuerdo con que al padre Lorenzo se lo conociera popularmente como exorcista y se lo dijeron. Pero nada lo detuvo. La gente, los fieles, incluso algunos que ni siquiera eran católicos ni católicas, sostenían que, además, era vidente y sanador. En la abadía era frecuente ver largas filas de personas que, angustiadas, pedían por el padre Lorenzo”. La clandestinidad de esas prácticas, que procuró, dejó de ser. “El arzobispo está muy enojado con Lorenzo”, comentó mamá un domingo del ‘76 cuando la acompañé a la misa de 10. Familiares, amigos y amigas de desaparecidos y desaparecidas pedían su ayuda. Lorenzo no se negaba. En sus cercanías se aseguraba que “los milicos, varias noches, lo obligaron a abrir su celda para advertirle que terminara con los exorcismos”. Ningún religioso ni religiosa se animó a confirmar aquello. El benedictino, al parecer, siempre respondió que él solo recibía confesiones. Resistió con firmeza las intimidaciones. “Está enfermo”, comenzaron a responder quienes atendían las llamadas telefónicas en la abadía y a aquellas personas que, a cualquier hora, llegaban hasta las puertas del templo buscándolo.
UNA MUERTE DUDOSA
El 24 de mayo del ‘79, falleció. Tenía 78 años. Algunos benedictinos dijeron, por aquellos días, que “murió por un infarto masivo en el interior de su celda, cuando dormía. No sufrió nada cuando lo llamó el señor”. Otros religiosos, sostuvieron que “su salud se deterioró, pero no quiso dejar de trabajar”. Agregaron que “una decena de hermanos, en la tarde del 23, lo convencieron para que aceptara acostarse. No sirvió de mucho. Un día más tarde empeoró y, luego de una corta agonía, volvió a la casa del padre con serenidad”. Una tercera versión, por el contrario, da cuenta que “un grupo de militares, encapuchados, con violencia, abrieron a patadas la puerta de la celda cuando el padre Lorenzo descansaba y, luego, se informó que falleció”. Versiones inciertas. Formalmente, con excepción del primero de los relatos de su muerte, nadie nunca quiso confirmar, pero tampoco desmentir, todo lo que se dijo. Antes de que se iniciara la pandemia, anduve por la abadía. No encontré ninguna cara conocida. Pregunté tanto por los últimos días del padre Lorenzo como por aquellos exorcismos que ahora creo míticos o leyendas urbanas. Sin embargo, algunas voces –poco más después de cuatro décadas de su muerte– aseguran que, “las casas, los edificios y, hasta los terrenos que frente a la abadía ocupa desde algunos años la embajada de Alemania, donde en el pasado había una suerte de pequeño bosquecito de donde los monjes sacaban leña, es donde están los fantasmas y espíritus malignos que Lorenzo expulsó”. Un veterano vendedor de estampitas, velas y recuerdos religiosos, a quien quiera escucharlo, asegura que “fray Lorenzo tampoco se fue”. Verdad a medias. Los restos del mítico monje benedictino, el exorcista, el vidente, el sanador, descansan en la pequeña y vieja capilla original de la abadía. “Por eso Satanás no se anima a volver y, algunas noches, grita con bronca, con odio”, aseguró aquel vendedor poco ambulante.