Esta historia la encontramos en los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. El contexto cronológico nos cuenta que, antes de este milagro de aquietar el mar, Jesús primero sana a un leproso (Mt 8:1-4), sana al siervo del centurión (5-13), sana a la suegra de Pedro (14-17) y también nos relata que una multitud lo seguía, en especial un fariseo que le dijo: “Te seguiré donde quiera que vayas” (8:19).

Marcos recibió esta historia de manera directa del apóstol Pedro, que fue testigo presencial de ella. Jesús venía de hacer tres milagros de sanidad. Cuando subió al arca con sus discípulos, había ya dicho que pasarían al otro lado, o sea, ya anunció que llegarían a donde tenían que llegar (Mr 4:35), ese no es un dato menor.

El mar de Galilea es un mar muy peculiar. Se le conoce también como “La niña caprichosa” porque pasaba de la calma al escándalo en un instante. Pueden soplar repentinamente, desde el desierto, vientos fuertes que hacen que el mar, en minutos, pase de una quietud total a olas de tres metros de altura. La vida es así, un momento es suficiente para cambiar toda nuestra historia.

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Un mar tempestuoso (así como circunstancias difíciles de la vida) te convence de que él tiene el control, no vos. Estás en su territorio, sin ningún control de la situación. Las complejidades de los problemas de la vida también nos convencen de ello.

Podemos ver también que había tres “climas” en ese momento. Estaba el clima de la tormenta exterior que azotaba la barca, el clima de la tormenta dentro de la barca (me refiero al estado de ánimo de los discípulos) y el clima de calma total o sosiego en el cual se encontraba Jesús: en medio de esas dos tormentas, dormía.

La tormenta externa nos habla de las circunstancias, y esas circunstancias pueden producir una tormenta en nuestro interior, como los apóstoles, o mucha calma, como Jesús. Lo que veo es que las circunstancias no deberían, necesariamente, determinar nuestra condición interior.

Lo que aún no puedo terminar de entender es cómo Jesús podría haber conciliado el sueño en ese momento. Olas, movimiento, agua, gritos y ¡él dormía! Tal vez estaba realmente exhausto. O tal vez habla de su privilegiada salud, o de una confianza total en Dios (el Salmo 4:8 dice: “En paz me acostaré y asimismo dormiré; porque solo tú, Jehová, me haces vivir confiado” y en Proverbios 3:24 leemos: “Cuando te acuestes, no tendrás temor, sino que te acostarás y tu sueño será grato”). Jesús mismo dijo en Juan 14:27: “La Paz os dejo, mi paz os doy; y no os la doy como el mundo la da, no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”.

Creo yo, que el centro de la historia, y de donde podemos quitar el principio de la historia, está en Mateo 4:38: “¿No tiene cuidado de nosotros?”, en cuanto a la actitud y la visión humana, siempre reclamando, mirando solo lo que ven sus ojos físicos y en cuanto a la respuesta de Jesús: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?”. La falta de fe nos impide ver lo verdaderamente real; la falta de fe nos mantiene insatisfechos, temerosos, inseguros. La falta de fe hace que solo reclamemos; la falta de fe solo obedece a lo natural y a las circunstancias; la falta de fe es carnalidad, oídos espirituales sordos (no escucharon que Jesús, que hizo frente a sus ojos tres milagros poderosos, les dijo que irían a la otra costa).

Jesús estaba en la barca físicamente. La falta de fe no solo nos quita la capacidad de oír al maestro, sino que tampoco nos deja verlo. Él estaba ahí, pero su miedo les impedía siquiera pensar y creer que con Cristo dentro de la barca el viaje era seguro, sin importar todo lo que estuviera pasando allá afuera.

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