Euclides Acevedo es un hombre talentoso. Una persona ilustrada. Fue agraciado con el don de la oratoria que, lejos de enterrarlo (y perseverando en la parábola bíblica), fue multiplicándolo con los años. Construye una respuesta anticipada ante eventuales preguntas. Esos giros idiomáticos de su propiedad son el producto de un permanente entrenamiento mental.

Su espontaneidad expresiva no es casualidad. La fue cultivando con una lectura persistente y aprovechando al máximo los congresos y noches de bohemia con intelectuales y políticos socialistas de la vieja Europa. Abogado por la Universidad Nacional de Asunción, tiene además un posgrado en Sociología del Desarrollo en Madrid y cursos de especialización en instituciones de Costa Rica (Sociología Política), Israel (Economía Rural), Inglaterra (Economía Política) y Alemania (Introducción a la Filosofía Política), tal como figura en su hoja de vida. Pero ni toda esa formación académica evitó que la dictadura de Alfredo Stroessner lo rebautizara con el sobrenombre de un ave híbrida, muy popular en nuestro país, aunque quienes más disfrutaron de ese hecho fueron sus propios compañeros del Partido Revolucionario Febrerista (PRF), del cual, en algún momento, fue presidente. Paradojas del Paraguay profundo donde el ingenio trae consigo a su propio demonio.

Mas, como dijimos, con Euclides no existen las casualidades. Todo es premeditado. Hasta los olvidos. A fin de año, en su función de Canciller Nacional, difundió un mensaje grabado en el cual animó a la sociedad para la fundación de una “Segunda República”, abogando por la “Patria de Antequera (el panameño José de Antequera y Castro, líder de la Revolución Comunera), de Francia, de los López, de Eligio Ayala y del coronel Rafael Franco”. Ni un solo representante del histórico Partido Nacional Republicano mereció sobresalir entre los forjadores del Paraguay de ayer. Ni uno solo. Ni siquiera los más respetados intelectuales de la Generación del 900. Por tanto, cualquier posibilidad de que pueda conformar una dupla con algún precandidato de esa asociación política queda así descartada. Le ha quitado hasta el mínimo guiño.

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Estoy seguro de que ya tiene una respuesta anticipada a este premeditado olvido: que se refería exclusivamente a quienes alguna vez dirigieron los destinos de la Nación. Por eso no incluyó a algunos de estos hombres: Blas Garay, Ignacio A. Pane, Ricardito Brugada, Enrique Solano López, Fulgencio R. Moreno, Antolín Irala, Pedro Pablo Peña (que sí fue presidente del 1 al 25 de marzo de 1912), Telémaco Silvera o Juan León Mallorquín. Solo que también ignoró al general Bernardino Caballero para quien, por encima de sus detractores, se eleva la voz serena y altruista del historiador y político liberal Justo Pastor Benítez (padre): “Entra en el ejército como soldado raso, cinco años después era general de División y ganaba todas las condecoraciones (…) Su carácter caudillesco no le llevó a la prepotencia, tenía demasiada acentuada sensibilidad; hijo modelo, un guerrero de gallarda estampa, sin amarguras, sin gestos irritantes, sin el ceño fruncido (…) Fue afortunado hasta en la política, en que gravitó durante cuarenta años, sin declinar en prestigio. Fundó un partido popular y gobernó durante seis años y nunca más en la era constitucional volvió a vestir el uniforme de general, cubierto de gloria en Ytororó, Avay y Acosta Ñu” (fin de la cita).

Si alguien tenía el alma envenenada contra el Partido Colorado, ese fue el coronel Arturo Bray. Pero aun así no pudo desconocer que “Caballero inspiraba en sus seguidores una lealtad que solo terminaba con la muerte (…) Su tacto, cordura y paciencia imponen respeto; tiene, además, el buen tino de no desdeñar la colaboración de hombres con mayores luces. Velaba por su investidura con extraordinario celo” (fin de la cita).

A Caballero le sucedió en la Presidencia otro héroe de la Guerra Grande, el general Patricio Escobar, “cuya sabia y prudente administración -escribe Epifanio Méndez Fleitas- creó, en 1889, contra la opinión de los teóricos individualistas, enemigos de toda intervención del Estado, una institución llamada con el tiempo a prestar, como prestó, invalorables servicios al incremento de la agricultura y de las pequeñas industrias agrícola-ganaderas (…) Nos referimos al Banco Agrícola”.

Todas las grandes figuras de nuestra historia son controversiales. Empezando por el supremo dictador, Rodríguez de Francia, seguido por el mariscal Francisco Solano López. Nadie puede negar el aporte a la República del doctor Eligio Ayala, más allá de que las elecciones del 11 de mayo de 1924 se “hayan realizado bajo el imperio del estado de sitio, decretado por él mismo (Ayala) antes de abandonar el provisoriato” (editorial del diario Patria, 12 de mayo de 1924). O la masacre de los obreros de Puerto Pinasco, en julio de 1927, minimizada por el gobierno de Eligio Ayala, según crónicas del investigador británico Andrew Nickson (Última Hora, 7 de julio de 2013). Nadie puede olvidar, tampoco, las revolucionarias leyes sociales ni las instituciones creadas por el gobierno del coronel Rafael Franco, a pesar del decreto fascista 152, nacido a inspiración de su ministro del Interior, Gomes Freire Esteves.

Nuestra historia se escribe en claroscuro. Lamentablemente, a veces, también incorpora los premeditados olvidos. De mi parte, que no sea de su mismo partido político no me impide reconocer las cualidades y méritos intelectuales de Euclides. Así como desearle pronta recuperación. Bueno provecho.

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