Por Carlos Mariano Nin
Columnista
La pandemia nos tiene encerrados hasta el hartazgo. El estrés al que nos somete esta situación escapa a todo lo que habíamos vivido hasta hoy. En la casa, en el trabajo, en los grupos de WhatsApp, solo basta una chispa que haga estallar nuestra vida contenida.
Salíamos de agosto con miedo, aun sabiendo que lo que se viene es peor. Todo hace suponer que los próximos días no serán buenos en un contexto mundial que nos recuerda que nuestra vida está cambiando y que este cambio no se detendrá pase lo que pase.
Y fue así que íbamos terminando agosto con un condimento extra al coronavirus: un caso de corrupción que logró hacer coincidir a la mayoría: el presunto robo del almuerzo escolar a niños del Guairá a través de una empresa creada para ganar licitaciones por parte del entonces gobernador, Rodolfo Friedmann que, además, según la acusación, abusó de su poder siendo senador.
Las declaraciones de un testaferro arrepentido, publicadas por el periodista Jorge Torres, pusieron combustible al tema en cuanta conversación se hiciera.
Fue tal la magnitud del escándalo que Friedmann tuvo que renunciar al cargo de ministro de Agricultura que lo sostenía atado al poder. Volvió al Senado, aunque muchos piensan que sus días están contados.
Pero entonces sucedió.
El dos de setiembre en un lejano lugar entre los departamentos de Concepción y Amambay estallaría una bomba que iba a desviar la atención de uno de los hechos de corrupción más comentados de los últimos tiempos.
En un violento enfrentamiento la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) daba cuenta de la muerte de dos guerrilleros del criminal Ejército del Pueblo Paraguayo. Entonces rápidamente el presidente Mario Abdo Benítez se trasladaba a la zona y presentaba como exitoso el operativo.
No fue exitoso. Ese fue el error del Gobierno. Poco más tarde se revelaría que los rebeldes abatidos resultaron ser dos niñas de 11 y 12 años. Claro, no es fácil estar en medio de un tiroteo. No se puede detener un enfrentamiento para preguntar la edad de los combatientes. Es irrefutable.
Entonces las miradas migraron al grupo subversivo. ¿Qué hacían dos niñas en medio del monte en un campamento colmado de armas y pertrechos militares? Hubo muchas especulaciones, pero la verdad es que es algo que se da en todas las fuerzas “revolucionarias” del continente: los niños forman ese cobarde primer anillo de defensa y vigilancia que los pone como carne de cañón.
Pero todo eso no exime al Gobierno de responsabilidad. Quizás por eso la Organización de Naciones Unidas le recordó al Ejecutivo que la participación de personal militar en tareas de seguridad interna debe realizarse con pleno apego a las normas internacionales de Derechos Humanos, siempre bajo control de la autoridad civil y con los más altos estándares de transparencia y rendición de cuentas. Algo que está establecido en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
No dudo que el operativo tendrá alguna consecuencia más allá del roce diplomático con Argentina y las absurdas pintatas del Panteón de los Héroes y la quema de la bandera como señal demencial de repudio.
Los niños no deberían ser expuestos cobardemente a la muerte. No deberían estar escondidos en el monte recibiendo instrucción criminal. El EPP deberá cargar con el peso de sus muertes como un estigma de su crueldad.
Mientras, Rodolfo Friedmann deberá responder por las denuncias de corrupción que lo acusan de dejar sin almuerzo escolar a miles de niños y por haber traficado influencias.