La soberbia es siempre la madre de todas las caídas. Y para los hombres y mujeres que no están mentalmente serenos y espiritualmente contenidos, el poder es el camino más rápido para desbarrancarse. Es en la política donde la subida –sobre todo si es muy rápida– marea y el descenso golpea. Despojados de los privilegios de mandar, por lo general, vuelven a los hábitos prosaicos de pisar la tierra. Redescubren la humildad y el “valor” de la amistad. Escuchan y aseguran arrepentirse. Claman misericordia a Dios y se declaran devotos penitentes. Mas apenas son agraciados nuevamente con una pizca de poder destronan al Creador y se sientan en su lugar. Desde ahí imparten premios y privilegios para los amigos, alcahuetes y cómplices, y castigo infernal y persecuciones para los adversarios. En los últimos años, invocar a Dios se tornó una práctica repetida de este gobierno, pero reescribiendo sus propias líneas sobre el bien y el mal, sobre lapidaciones y misericordias, sobre el odio y el amor. Con la vara de justicieros implacables pretenden separar la sociedad entre santos y pecadores. Dentro del ámbito político, claro está. Santos son siempre los que están con ellos. A los demás, ni agua, como diría un ex presidente de la República.

Porque “por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”, enseña el libro del Apocalipsis (3:16). Muchos utilizan este versículo para agraviar inmisericordemente a sus oponentes (de cualquier ámbito de la vida), pero, en realidad – si bien se trata de uno de los textos más difíciles de interpretar–, se refiere a la conducta humana en su relación con Dios, quien es el que “reprende y castiga a todos los que ama”. Eso no obsta para que un creyente predique a otro con el fin de mostrarle sus errores, porque si así no lo hiciere el Señor demandará de sus manos la sangre de su hermano. Y sobre la actitud de la condena ajena nos explica claramente el apóstol Santiago en el capítulo de La Lengua: “Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (3:6). En el versículo 9 es más contundente aún: “Con ella bendecimos (con la lengua) al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así”.

¿Nos volvimos místicos? No. Ni tergiversamos la Palabra de Dios para nuestro propio y mezquino provecho. Pero m u c h o s en este gobierno, que proclaman su fe cristiana, son los que la propia Biblia define como fariseos. O sepulcros blanqueados. Van a escuchar el sermón de la misa católica o la prédica de los cultos de iglesias evangélicas; sin embargo, el lunes vuelven a denigrar con un lenguaje soez y chocarrero a sus adversarios y a clavar sus insaciables colmillos en los recursos públicos.

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El vicepresidente de la República y candidato a presidente, Hugo Velázquez, aparece en varios videos exhortando a los prosélitos –no sabemos si son conversos– a participar de las jornadas de “avivamiento” del “pastor” José Insfrán Galeano, que tenía su iglesia en Curuguaty, departamento de Canindeyú: Y con veleidades políticas de la mano del oficialismo, a pesar de la reprimenda pública de una pastora. Primero por Añetete y luego por Fuerza Republicana. Aparecían abrazados con el ahora diputado renunciante Juan Carlos Ozorio, quien, además, es presidente de la Cooperativo San Cristóbal. El ex parlamentario afirmó al dejar la Cámara Baja que en la iglesia de Insfrán Galeano le “sostenían con oraciones, daban mucha fuerza, se oraba constantemente”. Solo que el templo era una fachada para el tráfico de drogas a Europa y lavado de activos, con millonarias ganancias en dólares para los “exportadores”.

De hecho, el vicepresidente Velázquez y su esposa se congregan –o lo hacían– en un templo evangélico de nuestra capital, igual que algunos de sus aliados políticos, aunque en iglesias con otras denominaciones, que se prenden como garrapatas del poder para no perder sus espurios privilegios. Esta rara mezcla de política y religión, principalmente cuando la religión no ayuda a moralizar la política, suele ser un cóctel muy peligroso. Se vende lo que no es. Porque como dicen las Escrituras no se puede servir a dos amos.

Frente a la soberbia, el mejor remedio es la humildad. Arrepentirse y asumir los errores para corregirlos. Que haya un verdadero propósito de enmienda. Lo que no podés hacer –o al menos, no deberías– es vociferar desesperado y nervioso que nos vas a abrazarte “con el jefe de la mafia y del crimen organizado” cuando en la práctica, así lo demuestran los documentos gráficos, ya lo hiciste. Hasta tenemos la tentación de decir: “Tarde piaste, torito”. ¿O era pollito?

Claman misericordia a Dios y se declaran devotos penitentes. Mas apenas son agraciados nuevamente con una pizca de poder destronan al Creador y se sientan en su lugar.

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