Hoy compartimos el último relato y el epílogo del libro “Desde el otoño” donde la autora relata con sentimientos a flor de piel, la partida de su hermano y su madre y el dolor que representa estar lejos de los seres queridos y más aún cuando ellos se enferman y mueren. Cicatrices del alma que acompañan toda la vida que, sin embargo, es rica en experiencias, alegrías, lágrimas y, sobre todo, mucho humor.
- Por Pepa Kostianovsky
Por aquellos tiempos, mi hermano decidió trasladarse con su familia a Israel, en busca de mejor suerte en su profesión de ingeniero, que como cualquier otra estaba aquí determinada por la afiliación al Partido Colorado.
Mi madre, que tras morir papá no atinaba a encontrar otro consuelo que el de sus nietos, decidió seguirlos. Intentó unirnos a su caravana y estuvo a punto de lograrlo. Yo no tenía ataduras, mi pareja había fracasado, mi trabajo estaba proscrito.
Pero me anclaba aquel “destino paraguayo” que Kostia quiso para sus hijos. Y me quedé con los míos.
En medio de todas las tormentas, recibí poco después la noticia de la muerte de mamá. Los chicos ya habían salido para el colegio. Y yo no sabía qué hacer con aquella tristeza. Era tan mía que me resistía a compartirla. Salí y caminé sola durante horas. Volví cuando anochecía, después de haber juntado el valor para decírselo a mis hijos y abrazarlos, impotente ante su desconsuelo. Por tercera vez.
Cuando se produjo el golpe el ‘89, que nos devolvió la libertad de trabajar, pensé que con ello se cerraba mi historia de “duelos y quebrantos”. Y, en efecto, empezó una etapa maravillosa en la que mis satisfacciones laborales coincidía con la adolescencia de los chicos, que milagrosamente habían sobrevivido fuertes y sanos.
Sin embargo, aun quedaba un zarpazo inesperado. Un cáncer segó de un día para otro el cerebro de mi hermano y lo mantuvo en una inconsciente agonía durante largos meses. Tan largos que me llevaron, paradójicamente, a implorar su muerte.
Cuando, finalmente, unas horas antes de un amanecer de agosto, la llamada telefónica convirtió la pena en duelo, recurrí como antes, a la soledad.
Busqué un disco de Piazolla y lo puse muy bajito. Escuché una y otra y otra y otra vez “Adiós Nonino”, llorando como nunca había imaginado que podía llorar, hasta que se me acabaron las lágrimas. Y ya era de mañana.
Es una herida que nunca cicatriza. Con Adolfo se me fue un pedazo del alma. Y a veces pienso que ser hermanos implica compartir el alma. Así como los amantes comparten el corazón.
EPÍLOGO
Confieso al que a esta página ha llegado que en algún tiempo yo también creía que ser feliz exige compañía.
Concepto muy común y equivocado.
Como bien imagina, quien escribe ha protagonizado bajonazos que como “mala yerba” sobrevive.
Y puede amanecer quien vio el ocaso.
Y si el bajón se pone recurrente, nada mejor que alguna buena ayuda.
Que cuando un analista es eficiente, se aclaran, oh sorpresa, muchas dudas.
Retomo, entonces, estas correcciones que más de algún lector quizás reclama.
Esta viuda disfruta condiciones de dueña de su tiempo y de su cama.
No vengo aquí a negar, por cierto pasa, que la asalta algún brío, de repente.
Más se da el lujo de ser exigente y elegir lo mejor que encuentra en plaza. Que no faltan por cierto las ofertas y siempre hay disponible un voluntario
que cumplido el servicio y el horario, sepa saber por dónde está la puerta.
Líbreme Dios (el mío o el de todos) de algún pelmazo que instalarse intente a hacerme compañía permanente y a inmiscuirse en mis usos y en mis modos.
Duermo, como, escribo, leo y me baño cuando me da la gana. Y es mi nieto junto con mi trabajo, ya hace años, el único pautaje que respeto.
Por lo demás, soy libre. Y salgo y entro.
Ajenas frustraciones ya no cargo.
Amo mi soledad y mis encuentros, mi armonía, mis ansias, mi letargo.
Lluvia, sol, trueno, luna amanecida, mi partida de naipes y mi gente querida ¿un poco loca? ¿diferente?
No quiero concederlos. Son mi vida.
(pepa kostianovsky-8 de abril) 2005)