Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Cuando la atleta polaca Maria Andrejczyk vio que su jabalina se elevaba a 64,61 metros de altura en los Juegos Olímpicos de Tokio, supo que la victoria estaba asegurada. No sería el oro –cierto– pero sí la plata, y a ella aquel triunfo le sabía a gloria después de haberse recuperado de un cáncer de huesos que casi la mata.
Era un día histórico para Polonia y para Maria, que bien sabía acerca de las luchas y templanza.
Por eso a pesar de que este podio era un regreso histórico para ella (una medalla olímpica –la primera– y ¡después de un osteosarcoma!) ni siquiera sintió el más mínimo titubeo cuando se enteró que un niño luchaba por su vida en espera de una costosísima operación del corazón en los Estados Unidos y decidió ayudar a recaudar los fondos, subastando su adorada medalla de plata.
Maria puso su trofeo al servicio de los padres de Milo, y a través de su cuenta de Facebook anunció la subasta. Conmovida explicó a sus seguidores que se sumaba a la lucha del niño porque el tiempo apremiaba. (Milo contaba con parte del dinero que habían donado los padres de otro niño con la misma dolencia que no pudo llegar a tiempo y perdió la batalla).
Aquel gesto no solo sensibilizó a Polonia sino al mundo entero que había seguido los juegos de Tokio de cerca, y la prensa quiso saber más sobre el acto de generosidad infinita.
–”El verdadero valor de una medalla vive para siempre en el corazón –dijo la atleta cuando la entrevistaron–. No la necesito juntando polvo en un armario si puede ayudar a salvar una vida”.
Y con esa determinación la entregó para que siguiera su curso la subasta.
La puja que comenzó en 44 mil euros alcanzó un valor de 100.000, cuando una de las cadenas de supermercado de Polonia decidió comprarla. Pero un giro inesperado le dio un toque feliz a esta historia cuando la empresa anunció que devolvería a la atleta el trofeo que tanto amaba.
Y fue así como la medalla volvió a las manos de Maria que con infinita alegría consiguió lanzar a Milo al viaje de sus ansias, como una jabalina luminosa surcando el cielo en destellos de amor y de esperanza.
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María Auxiliadora
Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Todavía recuerdo la mano de mi padre sujetando la mía, en medio de la multitud que se apiñaba en torno a María Auxiliadora en su día. El cielo azul de mayo envuelto en el aire fresco de la tarde, y el barrio engalanado en honor a la Virgen: Banderines blancos y amarillos. Guirnaldas rosas y celestes. Las familias del trayecto de la procesión agrupadas en veredas y en balcones. Los chicos del colegio formando hileras con sus uniformes. Y de pronto los petardos que anunciaban la marcha, al ritmo de un rosario clamado en alto parlante, y María –tan bella– en su carroza de flores.
Mis ojos de niña absorbiendo todo:
La magia en las calles y el pueblo devoto entre salves y vítores.
–¡Viva María de los Cielos! ¡Salve Reina Auxiliadora!
La voz gangosa y el paso arrastrado de las matronas. Los niños encaramados a los hombros de los grandes. Los trajes de gala de los oficiales y la banda de la Marina con toda la potencia de sus platillos y trombones. No había un evento más mágico que aquel espectáculo de fe ambulante. Recuerdo los pañuelos blancos saludando al paso de la imagen, los altares montados por cada familia en homenaje. Los globos al cielo, y de nuevo a mi padre, volviendo a su propia niñez en mi mano pequeña, y en el canto emotivo de su fe de infante:
“Auxiliadora Madre Mía…”.
Todos los años –a medida que transcurría la vida– era la cita obligada, pactada en el silencio de aquellos días. Aunque el tiempo iba calando en mi inocencia, aunque a veces mi fe desfallecía, era imposible no ir con papá a ese lugar en esa fecha.
Hasta que un avión mudó mi destino y me llevó a otras tierras, y los 24 de mayo comenzaron a ser un recuerdo compartido en una llamada de larga distancia, donde él me contaba los detalles que yo ya sabía. Era una suerte de ritual conversar sobre la procesión. Y aunque a mí la fe se me hubiera alejado en el trajín de otros mundos, lo hacía por él. Pasaron los años, vinieron los nietos, y los rezos se fueron perdiendo en la memoria esquiva. Casi 20 años de ausencia de patria, con visitas fugaces en las fiestas, hacían que apenas llegara a Asunción para estar montada de nuevo en otra despedida.
Los chicos. Las clases. Los tiempos a contrarreloj, y de nuevo aquella eterna intermitencia afectiva.
Por eso jamás imaginé cuando abracé a mi padre sano aquel enero del 2013, que volvería tres meses más tarde a encontrarlo postrado en una cama de terapia intensiva.
El teléfono había sonado en San Pablo.
–Papá tuvo un accidente cerebro vascular -dijo mi hermano sin mucho preámbulo.
–¿Qué? -pregunté confundida.
–Un derrame… Tenés que venir cuanto antes.
Y con ese mandato tomé el vuelo esa misma noche. Asustada, todavía sin asimilar muy bien la noticia, intenté rezar mientras el avión acortaba la distancia. Pero hacía tanto tiempo que no rezaba que parecía haberme olvidado de las palabras. No recuerdo quién me esperaba en el aeropuerto, ni cómo llegué al hospital, pero recuerdo sí cuando me dejaron pasar a verlo al otro día. Era como si todo el peso de los años de pronto le hubiera caído encima. (A él –o a mí– en la culpa ausente de tantas idas y venidas.) Hice un intento para no quebrarme, cuando tomé sus manos en las mías.
Hola –le dije sonriente– como si fuera absolutamente normal que yo estuviera en el país.
No sé si pudo dimensionar la gravedad de su cuadro al verme. Quiero creer que me miró y que me vio intentando contener las lágrimas. No supe que decir al verlo con el respirador y la mirada vidriosa, lacerándome el alma.
–”Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza. A tí, celestial princesa, Virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón, mírame con compasión, no me dejes, Madre mía”.
De repente, desde lo más profundo de mi memoria afectiva brotaron esas palabras extrañas. Extrañas, porque aquella oración ya ni la recordaba, y de pronto volvía –impecable– y se hacía voz de mujer adulta junto a esa cama. Como si en algún lugar donde me cabe el amor hubiera estado guardada.
Todos los días que visité a mi padre, repetí esa misma rutina. Sus manos en las mías y aquella oración. Como si mi voz fuera el instrumento de su propia plegaria.
Cuando el 9 de abril me dijeron que había partido, pedí verlo por última vez. Ya no tenía que fingir fortaleza ante su cuerpo inerte, y con la voz quebrada lo abracé y le di las gracias. Antes de dejar el cuarto, lo miré por última vez, y de nuevo volvió esa oración a mi alma. Pero esta vez fue distinto. Ya no era para darle el gusto a mi padre. Esta vez era yo –con la inocencia quebrada– implorando consuelo a la dulce Patrona de mi infancia.
Desde entonces, esa plegaria me acompaña. Ha sido mi fortaleza en las noches más oscuras y el bálsamo en la viudez prematura que vino después.
A mí me gusta pensar que esa oración que un día se instaló en mi boca fue el último legado de mi padre, desde el milagro más profundo de su fe.
Y claro que todos los 24 de mayo sigo yendo a ver a María Auxiliadora.
Y por supuesto que en ese día, ahí a mi lado –indefectiblemente– siempre está él.
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El olvido que seremos
Por Bea Bosio, beabosio@aol.com
Era un 25 de agosto, alrededor de las 6 de la tarde, cuando Héctor vio a su padre tendido en una calle llamada Argentina, en la ciudad de Medellín donde había ejercido como médico toda la vida. Inerte. Con la mirada fija en el cielo que ya oscurecía. La sangre todavía caliente brotando inexorable del cuerpo acribillado.
Los gritos, el sollozo de su madre. La confusión, las sirenas, y el golpe punzante en el centro de su cuerpo, como un ardor físico, protestando esa pérdida que dolería para siempre. La injusticia. La impotencia. Las lágrimas calientes rodando en su mejilla. El tacto de aquel traje que siempre le había gustado, y aquel acto inconsciente de hurgar sus bolsillos. Como si en ellos hubiera una pista de lo que había pasado.
Héctor cuenta que ni siquiera recuerda claramente lo que ocurrió aquella tarde del 25 de agosto de 1987, ni en que momento revisó el traje de su padre. Lo cierto es que lo hizo y en el encontró un poema, escrito a mano. Su mano. Firmada con unas iniciales: JLB.
“Ya somos el olvido que seremos
el polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres, y que no veremos.
Con el tiempo supo que su padre lo había leído en la radio unos días antes. Por eso lo cargaba consigo. Como una suerte de presagio tal vez. O como una resignación de lo inevitable en la fragilidad absoluta de este mundo. Y en su caso, más inminente todavía: pues con los años de compromiso y denuncias, se había hecho de múltiples enemigos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y el término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte, y las endechas.
El médico colombiano Héctor Abad Gómez era un respetado miembro de su comunidad. Idealista. Comprometido. Experto en salud pública, docente y periodista, nunca tuvo miedo de denunciar las injusticias. Fue él quien impulsó aquello del año rural obligatorio para los médicos recién graduados e inventó las promotoras rurales de salud. Fue él quien participó de las primeras campañas de vacunación masiva, y cuando en Colombia las cosas se pusieron violentas, fundó el comité de defensa de los derechos humanos, desde donde denunciaba las desapariciones forzadas y secuestros de las guerrillas de las FARC y las detenciones arbitrarias y torturas cometidas por las fuerzas militares de Colombia.
Ya le habían advertido que estaba en la mira. Que aquellas opiniones, por las buenas o por las malas, callarían. La familia le pedía que ya dejara los reclamos y se dedicara a cultivar esas rosas que tanto le gustaban, que diera paz a sus días. Pero el doctor no pactaba con el silencio, aunque supiera el riesgo en el que incurría. Tenía ese desapego de quién sabe qué tiene una misión bien clara en la vida.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso, con esperanza, en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
Y ahora ahí estaba. Occiso bajo ese cielo indiferente que oscurecía. Lo habían emboscado esa mañana. Pidiéndole que fuera a hablar al funeral de un amigo también asesinado. El doctor le creyó a la señora que vino a buscarlo y caminó con ella, hasta que aparecieron los sicarios. El resto fue confusión, dolor y sirenas. La muerte inerte en el pavimento y aquel poema que sería inscripto como epitafio en su tumba.
Ya somos el olvido que seremos…
Pero su hijo Héctor no estaba dispuesto a que su amado padre se esfumara tan fácilmente del laberinto nebuloso de los recuerdos, y decidió inmortalizar su vida, su valentía –y su muerte– en un libro. Con la frase del poema tituló su obra, que fue adaptada al cine con el mismo título.
El olvido que seremos ha recibido en marzo del 2021 el premio Goya a la mejor película iberoamericana. Imperdible registro de amor, compromiso y familia.
*En agosto del 2014, el crimen de Héctor Abad Gómez fue declarado delito de lesa humanidad, al comprobarse que el asesinato fue parte de un perverso plan del narcotráfico, en complicidad de grupos paramilitares y agentes de seguridad del Estado, para evitar el ascenso político de otras posturas.
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EL DIA D
Por Bea Bosio (beabosio@aol.com)
A los 98 años todavía el corazón se le estrujaba en el pecho cuando pensaba en ella, aunque hubieran pasado 75 años. Por eso nunca pudo deshacerse de aquella foto de ambos que juntaba polvo en un armario. El tono sepia del tiempo no había logrado arrebatar la frescura a esa chica francesa de 18 años, que sonreía enamorada al soldado americano que en la Segunda Guerra Mundial fue a pelear en el ejercito aliado.
JK se había instalado en un campamento en la ciudad de Briey, y en su batallón se encargaban de proveer pan a los soldados. En esa panadería móvil se horneaban más de 1400 kilos al día, y parte del trabajo era el almacenamiento de los ingredientes que venían en enormes latas y sacos. La primera vez que la vio fue detrás del cerco del campamento. Ella estaba con dos niños, uno en cada mano, que eran sus hermanos. Tímidamente se dirigió a él, balbuceando un inglés improvisado:
-Disculpe señor, ¿podría darnos algunas de estas latas? - dijo señalando las que tenían manteca.
Se llamaba Jeannine y era perfecta.
El practicó su francés en la respuesta y comenzaron a entenderse mezclando los idiomas. El reparó en la manera que el sol se anidaba en sus pupilas, a ella le gustó la cadencia de su voz serena. ¿Puedo verte otra vez? - preguntó él después de que la conversación se alargara más de la cuenta. Y ella prometió volver. Y la amistad surgió primero tímidamente hasta que luego llegó el amor con sus urgencias. Fueron meses de ilusión en medio de aquella terrible guerra y JK llegó a pensar que se casaría con ella. Pero un día abruptamente llegó la orden de levantar campamento. JK tenía que partir a Baston inmediatamente. Era empacar y largarse, sin tiempo de despedidas. Asombrado, con el alma atónita, la llamó por teléfono para darle la noticia.
-Me tengo que ir- le dijo con la voz quebrada de tristeza- Y no me da tiempo de ir a verte.
Ella ni siquiera pudo responder. La llamada se cortó cuando a él le arrancaron el teléfono de la mano y a trompicones lo llevaron a formar para largarse.
Jeannine se quedó con el recuerdo de la voz quebrada de él en ese adiós inusitado, y lo soñó una y mil noches. Cinco años le guardó luto a ese amor, con la esperanza de que él vendría a buscarla alguna vez para formar la familia que habían soñado. Pero JK cruzó de nuevo el océano y terminó casándose con una chica de su Mississippi natal, y tuvo un matrimonio prolongado de 70 años. Jeannine por su lado, finalmente enterró ese amor en el recuerdo, se casó y trajo cinco hijos al mundo y enviudó al poco tiempo.
JK no tuvo hijos, pero entabló una relación entrañable con sus vecinos, que lo apoyaron mucho cuando perdió a su mujer. De hecho, fueron ellos quienes sugirieron-una vida más tarde- que hiciera el viaje de Veteranos que se estaba organizando a Francia, conmemorando los 75 años del Día D.
JK lo tomó como una buena manera de distraerse y cuando llegó el momento de llenar el formulario de viaje, una de las preguntas de los organizadores era si había algo o alguien que quisiera encontrar del pasado. Algún campo de batalla. Algún soldado. JK sonrió y escribió con la mano temblorosa, “Jeannine Ganaye” sin dudarlo.
-Esto es sobre la Guerra, no sobre civiles, señor-le advirtieron, pero el anciano se negó a borrar su nombre. De cualquier manera, sabía que era muy posible que ni siquiera estuviera viva después de tantos años.
El vuelvo partió el día acordado con los veteranos. JK sintió mil cosas en el trayecto. Jamás había vuelto a cruzar el Atlántico y ahora, ya casi centenario, volvía a la etapa de su vida que más le había marcado. La guerra. Y aquel primer amor tan grande como un océano. Al llegar al aeropuerto, una de las enfermeras de pronto lo separó del grupo.
-JK tengo algo que decirte: La encontramos.
Y él sintió que le temblaban las piernas a pesar de sus 98 años. Con el corazón apresurando latidos un coche lo condujo hasta el asilo de ancianos. Ella estaba sentada en el lobby, esperándolo. No hizo falta que le dijeran que era JK cuando lo vio bajar del auto. Al instante se reconocieron. Y aunque no corrieron para estrecharse-porque ya no daban los años- el abrazo duró la vida que el destino había truncado. Y brotaron al fin todas las lagrimas y las sonrisas y tanto sentimiento guardado.
-Sigues siendo tan hermosa- le dijo él acariciándole el rostro ya marchito con los años.
Todavía el sol se anidaba en sus pupilas. Y ya no había marca del tiempo que pudiera separarlos.
A partir de ese reencuentro, JK (99) y Jeannine (93) siguen comunicados. Volvieron a verse una vez más, esta vez con la familia de ella y los vecinos de él que lo acompañaron de nuevo a Francia para poder volver al lugar donde se habían enamorado y recorrer las calles cómplices de aquel amor-milagro.
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Extraños vocablos
Por Bea Bosio (beabosio@aol.com)
Cuando Jessi, un domingo cualquiera, empezó a percatarse que su hijo no hablaba como el resto de sus primos agudizó todos los sentidos. Como madre primeriza, al principio creía que era normal que su niño balbuceara solo algunas palabras básicas y al resto le pusiera sus propios sonidos. Sus horarios no le permitían pasar mucho tiempo con Jonathan. Lo veía por las noches, cuando después de estar trabajando afuera todo el día lo buscaba de la casa de la abuela y lo traía – muchas veces ya dormido– al final de la jornada. Su marido, Walter, también trabajaba al mismo ritmo y se veían tarde por las noches y los fines de semana. Cuando jugaban con Jonny, intentaban que repitiera algunas palabras, pero el niño insistía siempre con sus propios sonidos.
Finalmente, y por las dudas, decidieron llevarlo al pediatra.
El doctor lo examinó con detenimiento, pero no encontró ningún problema aparente. Entonces los refirió a un especialista que ayudara a dilucidar por qué Jonathan estaba usando esos extraños vocablos para referirse a los objetos que iba señalando. Tampoco el especialista pudo dilucidar el misterio y aconsejó a los padres esperar un poco más de tiempo. Pero a medida que pasaban las semanas, Jessi estaba cada vez más angustiada y era tal su desconcierto que Walter le sugirió una noche que pidiera permiso para regalarse un día solo para ella. Le haría bien distraerse un poco. ¿Por qué no iba al Mercado 4 de paseo? Podría hacer algunas compras y de paso visitar a sus viejas amigas, que había conocido cuando trabajaba en la zona.
A Jessi le pareció una buena idea para despejar la mente, pero prefirió no dejar a Jonathan con la abuela porque sabía que le pondría a ver videos como siempre, mientras hacía las cosas de la casa y pasaría gran parte del día encerrado frente a la tele. Así que prefirió llevarlo consigo de paseo. Ya en el recorrido, se alegró al ver algunas caras conocidas y se abrió camino entre la gente hasta llegar al negocio de su amiga Mary, a quien no veía hace años. Mary era hija de inmigrantes coreanos y trabajaba en una de las tiendas del Mercado.
-¿Tuviste un bebé? ¡Qué lindo! -le dijo Mari al ver a Jessi con Jonathan en brazos.
Las amigas se abrazaron y Jessi no tardó en ponerla al día de lo que había sucedido en los últimos años. Mientras las chicas conversaban, Jonathan vio de pronto en una de las pantallas de la tienda a unos niños jugando. Señaló la televisión entusiasmado y de pronto dijo algo. Mary sorprendida volteó a mirarlo.
-¡Pelota, sí! - respondió Mary al pequeño y le preguntó a Jessi extrañada:
-¿¡Por qué tu hijo habla coreano!?
Jessi, completamente anonadada, vio cómo Mary comenzaba a comunicarse perfectamente con el niño y como todas las palabras que decía Jonathan para Mary tenían sentido. Confundida y sin dar crédito a lo que estaba pasando, salió del Mercado a las corridas y se dirigió directo a la casa de la abuela, donde el niño pasaba la mayor parte de la semana.
-¡Mamá! -dijo irrumpiendo en la casa con un grito- ¡Jonathan había sido que está hablando en coreano!
-¡¿Qué?! Ña Nelly miró a su hija en total desconcierto y de pronto se le iluminó la mente como un rayo.
-¡Su video! -dijo en medio de una exclamación reveladora.
Inmediatamente madre e hija corrieron a donde estaba la tele y Jessi descubrió que la abuela nunca había cambiado el idioma del DVD que Jessi había comprado, y en los últimos 6 meses Jonathan había estado viendo el dibujito DRAGON BALL en coreano.
Con eso quedó resuelto el misterio, y el niño bilingüe pronto empezó a hablar castellano.
*Esta insólita historia que hoy recreo es verídica. Y está basada en lo que me contó la mismísima Jessi hace unos años. Los nombres han sido cambiados.