Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Todavía recuerdo la mano de mi padre sujetando la mía, en medio de la multitud que se apiñaba en torno a María Auxiliadora en su día. El cielo azul de mayo envuelto en el aire fresco de la tarde, y el barrio engalanado en honor a la Virgen: Banderines blancos y amarillos. Guirnaldas rosas y celestes. Las familias del trayecto de la procesión agrupadas en veredas y en balcones. Los chicos del colegio formando hileras con sus uniformes. Y de pronto los petardos que anunciaban la marcha, al ritmo de un rosario clamado en alto parlante, y María –tan bella– en su carroza de flores.

Mis ojos de niña absorbiendo todo:

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La magia en las calles y el pueblo devoto entre salves y vítores.

–¡Viva María de los Cielos! ¡Salve Reina Auxiliadora!

La voz gangosa y el paso arrastrado de las matronas. Los niños encaramados a los hombros de los grandes. Los trajes de gala de los oficiales y la banda de la Marina con toda la potencia de sus platillos y trombones. No había un evento más mágico que aquel espectáculo de fe ambulante. Recuerdo los pañuelos blancos saludando al paso de la imagen, los altares montados por cada familia en homenaje. Los globos al cielo, y de nuevo a mi padre, volviendo a su propia niñez en mi mano pequeña, y en el canto emotivo de su fe de infante:

“Auxiliadora Madre Mía…”.

Todos los años –a medida que transcurría la vida– era la cita obligada, pactada en el silencio de aquellos días. Aunque el tiempo iba calando en mi inocencia, aunque a veces mi fe desfallecía, era imposible no ir con papá a ese lugar en esa fecha.

Hasta que un avión mudó mi destino y me llevó a otras tierras, y los 24 de mayo comenzaron a ser un recuerdo compartido en una llamada de larga distancia, donde él me contaba los detalles que yo ya sabía. Era una suerte de ritual conversar sobre la procesión. Y aunque a mí la fe se me hubiera alejado en el trajín de otros mundos, lo hacía por él. Pasaron los años, vinieron los nietos, y los rezos se fueron perdiendo en la memoria esquiva. Casi 20 años de ausencia de patria, con visitas fugaces en las fiestas, hacían que apenas llegara a Asunción para estar montada de nuevo en otra despedida.

Los chicos. Las clases. Los tiempos a contrarreloj, y de nuevo aquella eterna intermitencia afectiva.

Por eso jamás imaginé cuando abracé a mi padre sano aquel enero del 2013, que volvería tres meses más tarde a encontrarlo postrado en una cama de terapia intensiva.

El teléfono había sonado en San Pablo.

–Papá tuvo un accidente cerebro vascular -dijo mi hermano sin mucho preámbulo.

–¿Qué? -pregunté confundida.

–Un derrame… Tenés que venir cuanto antes.

Y con ese mandato tomé el vuelo esa misma noche. Asustada, todavía sin asimilar muy bien la noticia, intenté rezar mientras el avión acortaba la distancia. Pero hacía tanto tiempo que no rezaba que parecía haberme olvidado de las palabras. No recuerdo quién me esperaba en el aeropuerto, ni cómo llegué al hospital, pero recuerdo sí cuando me dejaron pasar a verlo al otro día. Era como si todo el peso de los años de pronto le hubiera caído encima. (A él –o a mí– en la culpa ausente de tantas idas y venidas.) Hice un intento para no quebrarme, cuando tomé sus manos en las mías.

Hola –le dije sonriente– como si fuera absolutamente normal que yo estuviera en el país.

No sé si pudo dimensionar la gravedad de su cuadro al verme. Quiero creer que me miró y que me vio intentando contener las lágrimas. No supe que decir al verlo con el respirador y la mirada vidriosa, lacerándome el alma.

–”Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza. A tí, celestial princesa, Virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón, mírame con compasión, no me dejes, Madre mía”.

De repente, desde lo más profundo de mi memoria afectiva brotaron esas palabras extrañas. Extrañas, porque aquella oración ya ni la recordaba, y de pronto volvía –impecable– y se hacía voz de mujer adulta junto a esa cama. Como si en algún lugar donde me cabe el amor hubiera estado guardada.

Todos los días que visité a mi padre, repetí esa misma rutina. Sus manos en las mías y aquella oración. Como si mi voz fuera el instrumento de su propia plegaria.

Cuando el 9 de abril me dijeron que había partido, pedí verlo por última vez. Ya no tenía que fingir fortaleza ante su cuerpo inerte, y con la voz quebrada lo abracé y le di las gracias. Antes de dejar el cuarto, lo miré por última vez, y de nuevo volvió esa oración a mi alma. Pero esta vez fue distinto. Ya no era para darle el gusto a mi padre. Esta vez era yo –con la inocencia quebrada– implorando consuelo a la dulce Patrona de mi infancia.

Desde entonces, esa plegaria me acompaña. Ha sido mi fortaleza en las noches más oscuras y el bálsamo en la viudez prematura que vino después.

A mí me gusta pensar que esa oración que un día se instaló en mi boca fue el último legado de mi padre, desde el milagro más profundo de su fe.

Y claro que todos los 24 de mayo sigo yendo a ver a María Auxiliadora.

Y por supuesto que en ese día, ahí a mi lado –indefectiblemente– siempre está él.

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