No es posible la democracia ahí donde la información está restringida en su circulación. Porque el gobierno o poder (kratos) del pueblo (demos) se sustancia en dos ejes insustituibles: el sufragio libre, secreto y universal, y la opinión pública. Estos componentes definen la esencia de la democracia. Construyen su existencia y avalan su vigencia en la sociedad. Por otro lado, los medios de comunicación son los vehículos que transmiten los hechos, pero de ninguna manera son los propietarios excluyentes de su interpretación. Afuera tenemos a una ciudadanía que aprendió a leer los acontecimientos, más allá de las presentaciones sesgadas o adulteradas intencionalmente con que algunas corporaciones mediáticas tratan de influenciar en el público, sobre todo, en épocas electorales, para direccionar el pensamiento de las masas hacia sus propósitos sectarios, particulares, empresariales o partidarios. Así como los periodistas debemos aceptar el juicio de los lectores, es igualmente imprescindible que los políticos se acostumbren a la crítica, a las denuncias de sus actos inmorales y a las investigaciones que desnudan su mala praxis. Entendemos que en una dictadura esta ecuación es de cumplimiento insostenible. Porque en un régimen de esta naturaleza la “verdad oficial” se impone a la fuerza. Los órganos de difusión que no se ajusten a sus “estatutos” inapelables sufrirán las consecuencias de su desobediencia.A la hora de analizar nuestra historia política, la carga de los bárbaros contra la prensa libre es una constante. Desde los tiempos en que los gobiernos liberales clausuraban o atracaban los voceros periodísticos de la Asociación Nacional Republicana (ANR), o se imponía el régimen de la censura previa, por ejemplo, de los coroneles Albino Jara y Arturo Bray, hasta llegar a Alfredo Stroessner, quien utilizó idénticos procedimientos, apresando a periodistas y cerrando medios. Incluso aquellos que fueron complacientes con el dictador en los primeros años de su mandato y que, tardíamente, descubrieron la vocación contestataria de la prensa. El ataque y la persecución a los diarios y radios (con una televisión incipiente y obsecuente) no nacieron con Stroessner. Pero, cuando pensábamos que iban a desaparecer con él, con el advenimiento de la transición democrática, rebrotan los aprendices de dictadores, caricaturescos caciques, bufones de la intolerancia que retornan a las viejas prácticas de decidir “qué es noticia y qué no”. Efraín Alegre es la cabeza visible de esa nueva tentación autoritaria de censurar y acallar las voces que no sean amigables con su proyecto presidencialista. Su tercer intento, a decir verdad, porque ya perdió en el 2013 frente a Horacio Cartes y, luego, en el 2018, ante el actual mandatario, Mario Abdo Benítez. Aunque es bueno puntualizar que fue y es un silencioso aliado de este último, consecuentemente cómplice de sus desmanes en estos cuatro años y medio de gobierno.

Efraín Alegre, por cuenta propia, se erigió en el censor de un sector de la prensa, destilando toda su hilacha de satrapía, de prepotencia, de incapacidad de convivir con la disidencia y de indisimulada ojeriza hacia quienes denuncian sus auditadas fechorías cuando se desempeñaba como ministro de Obras Públicas y Comunicaciones durante la presidencia de Fernando Lugo. Cada gesto, cada expresión, cada señal de su rostro envía el descontrolado mensaje de que, si llegara a ganar las elecciones, va a pasar factura a sus críticos, cobrar su cuota de rencor y saciar su sed de revanchismo. El candidato presidencial por la Concertación Nacional es un peligro para la democracia. Porque, sin libertad de expresión, que incluso trasciende la libertad de prensa, la democracia sería un enunciado sin valor, un conjunto de artículos constitucionales mutilados por la intolerancia, una hojarasca en la boca de los demagogos. Con esta actitud de monarca del medioevo, Alegre asume el patrimonio, único y exclusivo, de la verdad. Desde su torre del despotismo analfabeto distribuye categorías a los medios de comunicación, pretende denigrar a los trabajadores de un sector del periodismo nacional y menospreciar su dignidad. Todo por una posición de severo cuestionamiento a su actuar público.

En términos comparativos, en cuanto a publicidad para posicionar su (desgastada) imagen, Efraín Alegre gana en números. Están a su favor de manera incondicional –esto es sin ningún atisbo de reprobación– las cadenas mediáticas que son propiedad de Natalia Zuccolillo, por un lado, y de Antonio J. Vierci, por el otro. Más la mayoría de los periódicos digitales. Lo que pasa es que Alegre no se ayuda a sí mismo. Es por ello que su censura a los integrantes del Grupo Nación Media mereció la repulsa de políticos, comunicadores, ciudadanos de la calle e, incluso, de algunos candidatos de la propia Concertación. Por supuesto, nunca faltan los que acompañan sus desplantes autoritarios, quienes, con su conducta, confirman nuestro reiterado reclamo de que tenemos por delante un gran desafío como sociedad: la construcción de una cultura auténticamente democrática.

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Desde su atalaya de soberbia e iracundia, Efraín Alegre se desconectó de la calle y de la gente para concentrarse exclusivamente en el mundo mediático y sus repercusiones. Por eso, con el báculo de un Moisés falsificado, pretende separar las aguas del periodismo entre “serios” y “pasquines”. Los primeros, naturalmente, son los que acompañan y sostienen su candidatura, a pesar de sus gruesos errores y su nefasto pasado como administrador de la cosa pública. Y en la categoría de los segundos se encuentran todos los que han presentado fundadas objeciones a su carrera política. Con pruebas irrefutables, documentos oficiales y cifras reales. Y comprobadas rutas fantasma. Aquí no caben las especulaciones. Sino hechos. Hechos que callan sus cómplices de la “buena prensa”. Pero la verdad, ya lo dijimos, tiene vida propia. Se escabulle de los medios para que el pueblo pueda asimilarla sin intermediarios ni falsificaciones.

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