Solo cuando el sistema se incen­dia suena la alarma. Solo cuando el colapso alcanza dimensiones de catástrofe el problema llama la atención. Pero la preocupación es efímera, las reflexiones buscando una solución son pasajeras, y todo se reduce a un paseo teó­rico en el que las propuestas no aterrizan a la realidad. Y de nuevo, nuestras debilida­des estructurales se normalizan. Cubrién­dolas con el pretexto de otras urgencias. Y dejamos que el río de encadenada crisis continúe su curso hacia su inevitable des­tino de fracaso.

El sistema educativo nacional evidencia síntomas de impostergables tratamien­tos. Son deficiencias arrastradas por déca­das, y que todos sabemos, desde el téc­nico más calificado hasta el más común de los ciudadanos, pero que, también, por décadas nos empecinamos en remiendos y resoluciones parciales que no definen el fondo de la cuestión. Las últimas vibracio­nes sísmicas, dentro de uno de los sectores más sensibles de nuestra sociedad, están relacionadas con las pruebas para acce­der a becas universitarias, convocadas por la Itaipú Binacional. Desde que se inicio el programa, años atrás, esta vez se regis­tró el promedio de puntajes más bajo, al extremo tal que solo el 38% de los postu­lantes aprobó los exámenes de Castellano y Matemáticas. En términos numéricos, de 4.340 solo 1.630 se hicieron acreedores de las becas, cuyo cupo límite es de 3.100. La alarma volvió a sonar, hay un largo des­file de análisis, pero es casi seguro que en unos días más la rutina de seguir con lo mismo de siempre recuperará su protago­nismo.

Tanto Estado como sea necesario y tanta sociedad como sea posible. Con esta expre­sión, un pensador del siglo pasado solía plantear la necesaria relación y equilibrio entre los ámbitos público y privado. Una relación que en nuestro país tarda en com­binarse. Aunque es sabido que dentro de la sociedad civil es donde con mayor rapi­dez se detectan los conflictos, sobrepa­sando, incluso, la capacidad de respuesta del Gobierno, de nuevo, en esta ocasión, las autoridades, lejos de priorizar y hur­gar en la raíz de esta repetida problemá­tica, trataron de justificarse con pretex­tos, con una ecuación que demuestra lo desorientado que se encuentra en su cargo el ministro de Educación y Ciencias. “Se debe hacer un estudio, refirió el secretario de Estado, si fue a causa de un problema de cada chico (joven) o del sistema educativo en sí”. La cifra de 2.710 estudiantes que no llegaron al puntaje mínimo requerido debería darle la respuesta sin necesidad de tan inapropiado dilema. Aunque las inves­tigaciones sobre las condiciones familiares y situación socioeconómica de los alum­nos, y sus incidencias en el aprendizaje, son válidas, esa cantidad que menciona­mos precedentemente implica un uni­verso amplio, puesto que las involuntarias muestras provienen de diferentes estratos sociales y lugares geográficos. Es obvio que se trata del sistema.

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Así como algunos sectores de la socie­dad han encarado campañas con el lema de “causa nacional”, deberíamos hacer lo mismo con la educación. Ahí sería ade­cuado poner en práctica aquello de “tanta sociedad como sea posible”. Si las trasfor­maciones no tienen intenciones de mani­festarse desde adentro, hay que romper la indolencia desde afuera. De eso se trata ejercer la ciudadanía. Asignatura en la que, también, lamentablemente, estamos flo­jos. Un círculo vicioso donde se pone en riesgo el futuro del país. Y se condena a miles de niños y niñas a repetir la historia de pobreza y frustraciones de sus mayores.

La socióloga, y ex funcionaria del Ministe­rio de Educación y Ciencias, Diana García, explicita lo que la realidad nos demuestra cotidianamente, subrayando que “hace rato que Paraguay está por debajo de la media en todas las áreas evaluadas a nivel regional”. Y coincide con el planteamiento de que nuestro sistema educativo es el reflejo de la falta de diseño de políticas, planes y programas, aparte de una actitud de “evasión e improvisación” ante la inne­gable crisis que persiste en este campo.

En medio de este drama que apunta a tra­gedia, si no le ponemos fin, existe un punto de valor que es digno de resaltar: no es cierto que los jóvenes no quieren estudiar. Los casi 6.000 inscriptos (finalmente se presentaron 4.340) para optar por una beca universitaria desmienten tan repe­tido mito. Reclaman, sí, igualdad de opor­tunidades para demostrar sus capacida­des intelectuales, y las becas les conceden el complemento de la igualdad de posibi­lidades. La que falla es la contraparte, un Estado que no es capaz de proporcionar­les una educación de calidad, en un marco de equidad, que es el único camino hacia un país sin privilegios ni desheredados sociales.

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