Cuando el debate, en todos los nive­les, tiene como eje central la dia­triba y la argumentación exclu­sivamente ad hominem, debería obligarnos a repensar, como sociedad, en el origen de nuestro fracaso. Un discurso vacío de razón y, consecuentemente, de reflexiones es el reflejo más claro de una resaca autorita­ria. Aunque el pluralismo social y político está garantizado y está activo, no es efectivo. Las discusiones no tienen como propuesta diluci­dar o rebatir ideas con fundamentaciones lógi­cas, sino, sencillamente, se pretende suprimir las del interlocutor. La requerida actitud dia­lógica es reemplazada por una egológica, en la que el otro es solo un enemigo a quien destruir públicamente, sin importar los medios. No hemos aprendido a convivir porque no logra­mos construir una cultura democrática desde el poder y los espacios ciudadanos.

Aunque los cuatro pilares de la educación están formalmente incorporados en la malla curricular, en la práctica sus productos no son visibles, principalmente, en su componente ético (el aprender a ser) y en su formulación democrática (aprender a vivir con los demás). Pero el telón de fondo de esta renquera va más allá de las escuelas, porque también abarca la religión y la tradición, como sustratos de una cultura definida como la suma, entre otras, de concepciones valorativas y formas de com­portamiento de las personas. ¿Hemos mirado hacia adentro para comprobar cómo reaccio­namos ante una crítica? ¿Somos lo necesaria­mente abiertos para una introspección evalua­dora de nuestra predisposición democrática? Por lo que a diario vemos y leemos, más que nada en las redes, el maniqueísmo depredador sigue carcomiendo los costados diferentes de una misma realidad. Jacobinos para con los de afuera, pero complacientes con los de adentro.

En las décadas de los 70 y 80, el gran debate ins­pirador sobre la educación en América Latina era que de los colegios y de las universidades egresaban jóvenes indolentes con el ultraje a la libertad, los derechos humanos violenta­dos y el dolor del prójimo. Con este diagnóstico nació la urgencia de una estructura pedagó­gica revolucionaria. La alienación promovida y sostenida desde los regímenes autoritarios debía ser suplantada por un modelo de ense­ñanza-aprendizaje liberador. Para ello había que trascender hacia la conciencia política (no partidaria) como elemento de transforma­ción social. Pero nosotros, ni siquiera hemos tomado impulso para ese salto. Una sociedad desideologizada reafirma cuanto sostenemos. Las movilizaciones populares responden a hechos puntuales y no a una reflexión sisté­mica y de conjunto. Por eso son efímeras. Y con pobres resultados.

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En el denominado Marzo Paraguayo un grupo de jóvenes –reducido, por cierto– se jugó la vida por la democracia. Pero fueron actitudes per­sonales y excepcionales y no el fruto de un pro­ceso que se desarrolló en las aulas, mediante la adquisición de conocimientos políticos, tal como recomendaba la Organización de Esta­dos Iberoamericanos allá por 1996. El res­paldo a la democracia requiere una identifica­ción con los valores democráticos. En medio de nuestras graves contradicciones, procla­mamos la democracia como un estilo de vida que no practicamos en el lenguaje. Tampoco exhibimos capacidad para defendernos de los malos gobernantes. Es porque la militancia se agota en ocasionales movilizaciones y en pro­testas detrás de los teclados. La disposición a participar en política no surge de las entrañas de la educación, como debería ser, para conver­tirnos en protagonistas del cambio que exigi­mos. Se participa por herencia, por impulso o por ambición personal, personificando en la política la vía más rápida y fácil para la escala social y económica. Pocos se involucran por vocación y convicción.

Tan confundidos estamos que una senadora afirmó hace días que “los cambios culturales provienen del cambio en las normas de con­trol” para, inmediatamente, afirmar que “la democracia exige virtudes cívicas que tenemos que promover”. Hacía alusión al proyecto de ley remitido por el Poder Ejecutivo para esta­blecer penas carcelarias y multas monetarias por el incumplimiento de las disposiciones sanitarias establecidas dentro de la pandemia causada por el covid-19. Las virtudes cívicas no nacen como efecto del control o la represión. Nacen del proceso de identificación, selección y asimilación de valores. Es ahí donde la edu­cación debería jugar un papel preponderante al que hasta hoy ha renunciado. El cambio vendrá cuando podamos entender la cultura como “esfuerzo colectivo para proteger la vida humana, por apaciguar la lucha por la existen­cia, manteniéndola dentro de los límites gober­nables”.

Un sistema basado únicamente en el control como “modelo cultural” es justamente lo que nos condenó a vivir como lo estamos haciendo hasta ahora. Conformistas, indiferentes o resigna­dos. Aguardando que otros representen nuestro papel. Las condenas y los repudios sin activi­dad real no sirven. Es de ese encierro mental que debemos liberarnos para ir formando una socie­dad más tolerante, más justa y más solidaria. Y, sobre todo, culturalmente democrática.

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