Mario Abdo Benítez, el pre­sidente de todos los para­guayos, debe preservar la sostenibilidad política de su gobierno, tal gestión no puede hacer nadie por él y, por cierto, debería ser él mismo el principal interesado.

El episodio de las vísperas de San Valen­tín, en el que los ciudadanos demostraron su hartazgo y repudio a la sola presencia de su principal colaborador en el Palacio de Gobierno, Juan Ernesto Villamayor, en un restaurante, debería ser un che­queo suficiente para que Abdo despierte sobre lo pernicioso que es para la imagen de su gobierno la insistente defensa de personajes “averiados” ante la opinión pública.

En el caso de Juan Ernesto Villamayor no es ninguna sorpresa, estamos hablando de alguien que está apuntado por las críticas sobre su manejo en el Estado desde hace tres décadas.

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No es difícil determinar para cualquier liderazgo (y no debiera serlo para Abdo Benítez) las razones por las cuales un mando deteriorado ante la ciudada­nía representa un riesgo altísimo para la gobernabilidad de su gestión: en primer lugar, por lo que parece obvio para todos los ciudadanos, los votantes y las per­sonas que pagan sus impuestos quieren personas confiables para la administra­ción de sus recursos públicos. En segundo lugar, porque un gobierno no es un paseo de “buenos amigos” en el que se toleran unos y otros a consecuencia de la afinidad histórica, sino se trata de gerenciar pro­cesos en los que se utilizan recursos que son sensibles a la contraloría administra­tiva y social. En tercer lugar, el Presidente debería asumir y aprender que en la histo­ria el nombre que quedará como desgas­tado y mancillado es el suyo, siendo como es, el principal responsable político del gobierno del 2018 al 2023.

Y si todo esto no es advertencia suficiente, Abdo Benítez podría recurrir también al sentido común para despertar a la reali­dad sobre el sentimiento de los ciudada­nos al respecto de dos aspectos que no toleran: la oscuridad en la gestión, la sos­pecha de mala utilización de recursos, y en otros casos, la mediocridad; como su memorable aventura de convertir en ministro de Agricultura a Rodolfo Fried­mann (dejando la iniciativa de Calígula de nombrar cónsul a su caballo en una histo­ria casi honorable).

El Presidente tiene aún tiempo de traba­jar la solidez de su Gabinete con personas que sean eficientes y honorables al mismo tiempo; solo es cuestión que sepa desem­barazarse de la agenda de polarización que le imponen: un núcleo que mama de la dulce leche de su enfrentamiento interno en el Partido, por ejemplo. Esta posición le permite a estos tres o cuatro personajes del entorno seguir en el poder, hurgando en la lata a cuatro manos.

Hay una mitad de mandato, aún, en el que Abdo puede demostrar una gestión efi­ciente, apostando a lo mejor que existe en el país y despojándose de los chupasangres que están tornando anémico a su periodo de mandato.

Para conseguirlo necesita mirar más lejos, salir de la trinchera de luchas intestinas y observar el futuro, confiando en personas que lejos de masacrar su prestigio le otor­guen el lustre y el prestigio que merece un presidente de la República. Todavía hay tiempo, Presidente.

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