DESDE MI MUNDO
- Por Carlos Mariano Nin
- Columnista
- marianonin@gmail.com
Está siempre en la esquina de la avenida Augusto Roa Bastos y Cacique Lambaré, donde el semáforo se detiene y la ciudad corre deprisa. No tiene más de diez años, pero parece que la vida le pasó encima.
Extiende su mano con un paquete de caramelos. Su mirada, acostumbrada al sol y al ruido, busca compradores entre los vidrios polarizados y las bocinas impacientes. Algunos la ignoran, otros le compran con una sonrisa de apuro, y a veces hay quien baja la ventanilla solo para recordarle que “debería estar en la escuela”.
El detalle es que sí, debería estar en la escuela, pero no está. Según el Instituto Nacional de Estadística, más de 250 mil niños en Paraguay viven en condiciones de pobreza extrema. La cifra se traduce en historias como la de esta niña: obligada a cambiar cuadernos por caramelos, pizarrones por esquinas de semáforos. La ciudad la ve todos los días, pero casi nunca la mira.
En el último informe del Ministerio de Educación se estima que la deserción escolar en áreas urbanas supera el 5 %, y que la principal causa es la necesidad de trabajar para sostener a la familia.
El dato se cruza con otro más doloroso: la Dirección de Estadística, Encuestas y Censos señala que alrededor del 20 % de los niños entre 5 y 17 años realizan alguna actividad laboral en Paraguay, muchos en las calles, otros en chacras, talleres o ferias.
Ella vende caramelos. Su hermano mayor lustraba zapatos. Su madre, dice, trabaja “cuando sale algo”. En esa cadena de precariedades, la infancia se va desdibujando.
El semáforo cambia de rojo a verde, y la niña corre hacia la vereda, esquivando autos y motos. En su pequeño bolsillo tintinean unas monedas, resultado de su breve “jornada”. No hay salario mínimo, ni aguinaldo, ni vacaciones para ella. Solo la incertidumbre de si hoy alcanzará para el pan.
La paradoja es brutal: mientras Paraguay crece en cifras macroeconómicas y habla de inversión extranjera, sigue teniendo una deuda con sus propios niños. Una deuda que no se mide en millones de dólares, sino en horas de infancia perdida.
La niña vuelve al cruce, extiende la mano y sonríe con una mezcla de timidez y esperanza. Quizás logre vender otro paquete. Quizás alguien le pregunte su nombre. Quizás alguien recuerde que detrás de esos caramelos está una historia que debería haberse escrito de otro modo.
Porque cuando un país obliga a sus niños a trabajar en los semáforos, no solo está hipotecando el futuro: está fallando en el presente.
Pero esa es otra historia.