James Madison, uno de los Padres Fundadores de los EE. UU., dijo: “Los hombres no son ángeles”. Se refería, al igual que Thomas Jefferson, sobre la necesidad de limitar el poder mediante una Constitución para proteger a los individuos del mismo Estado. Decir que el Estado, cualquiera sea en el mundo, está compuesto por personas cuyo principal objetivo consiste en hacer el bien a la sociedad es pecar de ilusos.

La naturaleza del poder es crecer. El ser humano es proclive, llegado al poder, de querer corregir lo que le parece está mal y se vale para ello de la legislación. El problema está que ese uso del poder desde el gobierno termina por afectar de una u otra manera a la gente. Las buenas intenciones no son suficientes.

De ahí la necesidad de establecer reglas claras y predecibles. Al respecto y como sabemos, desde el sector estatal solo se puede hacer lo que está previamente autorizado, cuestión que se conforma en el derecho público para intentar impedir que desde los gobiernos los funcionarios puedan hacer lo que se les antoja.

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Este es el motivo por el cual precisamente se hizo la Constitución: para protegernos del gobierno.

Eso de decir que el Estado está al servicio del hombre por el hecho de que dispone de cada vez más funcionarios públicos es una afirmación sin sentido alguno, sin sustentación en la realidad y de esto transcurrieron siglos de experiencias.

En los sistemas educativos del mundo, infelizmente, el colectivismo en vez de la filosofía, la economía y la política de la libertad, ha tomado las cátedras en los centros de enseñanza. Los intelectuales del colectivismo se han encargado de colocar al Estado en un pedestal. Se menosprecia al emprendedor, al empresario como promotor de riquezas.

El poder del Estado tiende inexorablemente a crecer a expensas de los derechos de los individuos. La extralimitación del poder estatal ha provocado a la humanidad violaciones y crímenes. Y no se trata de quedarnos a ver lo que pasó en la antigüedad. En el presente con la llamada democracia los hechos muestran que la limitación del poder gubernamental se ha vuelto cada vez más difícil.

Dada su capacidad de avanzar para el logro de sus objetivos el Estado está terminando por volverse en un Leviatán como lo sostuvo el pensador Thomas Hobbes.

Para ejemplificar lo expresado, contar con más tributos termina por convertirse en un castigo para la gente; son más cargas en general, trámites y pasos burocráticos a cumplir sin correspondencia con el principio de contraprestación.

Los excesivos trámites como la desmedida burocracia tienen fuerte impacto negativo sobre la economía en su conjunto. Permite al funcionario contar con un rol preponderante, superior al que debería tener. Cuanto más etapas, oficinas, sellos y plazos sin restricciones se tengan, los funcionarios van adquiriendo conductas cada vez más discrecionales en la toma de decisiones.

De modo que cuanto más influencia tenga el funcionario sobre los agentes económicos privados, mayores serán las posibilidades de oima y de ventas de influencias. Esto conspira contra el cálculo económico empresarial. Resulta más caro y lento crear empleos mediante una mayor cantidad de bienes y servicios a disposición de la gente.

La naturaleza del Estado es la coerción y su poder tiende a avanzar contra nuestra libertad y propiedad. Estamos ante dos alternativas al respecto. Se expande el poder o se limita su área de influencia. Más Estado es más corrupción y más mercado –que promueve los acuerdos voluntarios– limita el poder y la corrupción. ¡Y esta es la razón de las reformas!

Achicar el Estado para hacerlo más fuerte y eficiente en beneficio de la seguridad de las personas para que estas puedan ahorrar e invertir es, finalmente, un acto de patriotismo.

(*) Presidente del Centro de Estudios Sociales (CES). Miembro del Foro de Madrid. Autor de los libros “Gobierno, justicia y libre mercado”, “Cartas sobre el liberalismo”, “La acreditación universitaria en Paraguay, sus defectos y virtudes”, y otros como el recientemente publicado “Ensayos sobre la libertad y la República”.

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