• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

“La transformación del individuo en una cosa se presenta en todas partes en el ámbito de las relaciones sociales como uno de los problemas más serios del mundo moderno”. André Frossard, c. 1989.

Le pago diez mil dólares por un pedazo de hígado, es para mi hijo –dijo un señor con rostro preocupado.

–¿Cuánto? –Le pregunta el interlocutor –me parece muy poco. Creo que vale mucho más –agrega.

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–Me parece que ya es caro –replica el señor –¿por qué no me deja en ese precio? Es para mí hija menor –terminó angustiado.

Este dialogo imaginario –no tanto en algunos lugares– pinta, no a una visita para cenar a un restorán precisamente, sino a una negociación de compra y venta de órganos. Oferta y demanda. Libertad de intercambios. El mercado como encuentro de voluntades y el precio como valor subjetivo. El mero hecho de leer esto, a más de uno, le causará incomodidad, cuando no, repugnancia. El cuerpo no se comercia, protestará, pues los ricos podrán comprar y los pobres no. Esta postura, sin embargo, está ganando adeptos, fundada en la tesis de egoístas éticos libertarios de que interferir en la libertad es lo inmoral.

Y esta es otra sorpresa. La de endilgarle el calificativo moralidad a la libertad de comercio de partes del cuerpo humano. Para los egoístas éticos-libertarios, la moral no puede imponerse. Si el cuerpo es la primera propiedad, se puede hacer con él lo que se quiera. Es de uno y nadie más y, al final, el juego del mercado, haría más baratos y disponibles sus partes. Eficiencia, abaratamiento, transparencia. En medio de la tuiterización del pensamiento, parecería que es una postura razonable. Pero, ¿es así? Tres limitaciones –errores profundos creo yo– acarrea esta postura: la falsa neutralidad de la libertad, la banalización del cuerpo; y, sobre todo, la reducción de la persona a objeto. Pasemos a un breve análisis.

EL PROYECTO DE LIBERTAD IRRESTRICTA

El egoísmo ético libertario parte de un supuesto: de que lo único que existe son hechos duros de la voluntad libre y esta, como tal, no se debe restringir, pues, de serlo, sería inmoral. Es la autonomía humana. Absoluta. Racional. Objetiva. Y que funciona a base de intercambios. Perseguimos nuestro interés y nadie tiene derecho a interferir en la libertad del otro. Ser egoísta es ser libre, y ser libre es ser ético. No hay ni debe haber nada anterior al tráfico de libertades, llámese justicia o bien común. La libertad es así neutral como punto de inicio: la libertad irrestricta deviene en dogma intocable. Lo inmoral no es como se ejerza, sino obstruirla invocando algún valor anterior a esa libertad. Ni Dios y menos el Estado deben implorarse como normas de esa libertad. Autogobierno irrestricto. Máxima libertad y derechos individuales incondicionales. Al final, anarquía como ideal.

Pero, ¿existe acaso esa libertad neutral? El que elige, ya posee de antemano, una concepción del bien o del interés. No se es libre sin más. Nuestras elecciones son precedidas e influidas por una tradición –hábitos, costumbres culturas– que motivan a elegir en un sentido u otro. Nacemos y vivimos dentro de un horizonte. El egoísta libertario también. Un niño forma de una manera u otra su libertad en una familia, antes de ejercerla. A menos que se tenga una imagen social darwinista donde todo es lucha para sobrevivir. El interés egoísta por sobrevivir fundado en el derecho de propiedad del cuerpo. El cuerpo como instrumento con derecho a comerciarlo.

La banalización del cuerpo.

Pero toda esa hipótesis, banaliza el cuerpo, rebajándolo, como el que cree que la novena sinfonía de Beethoven se reduce a una partitura en papel y no a la capacidad creativa del intérprete. El cuerpo reducido a partes sujetas al dominio del individuo, olvidándose que el mismo es una persona y que, como tal, no se reduce a sus partes. Y así, el cuerpo se somete al mercado que facilitaría –se sostiene– más órganos para más individuos. Es la razón instrumental que impregna el mundo de hoy. El cuerpo ya no es considerado la unidad de un yo, unión sustancial de mente, alma y cuerpo físico, sino un mecanismo de órganos y tejidos. Es la propiedad corporal, como cosa o vehículo. Cuerpo-propiedad-materia.

La felicidad de la mayoría, con capacidad de comercio, se convierte así, en lo ético. Y este medio se logra, más eficientemente, en un mercado que surge de esa propiedad del cuerpo. Todo dentro del mercado, nada fuera del mercado, nada contra el mercado. Lo que remite, a lo que he insistido siempre: el que las teorías y en este caso el egoísmo ético-libertario no es excepción, presuponen una visión del mundo previa. No es nada neutral. El cuerpo entendido como partes-objetos comercializables. Lo físico corporal como propiedad sacrosanta, y el que no acepta eso, es considerado un inmoral.

EL PROYECTO DE LIBERTAD DONADA

Pero hay otra mirada, la de que somos un quién no un qué, personas, y no cosas-partes intercambiables. Así, en la cuestión moral, yo parto de otro supuesto, de otro mundo interpretativo. La mirada de que el cuerpo humano no se creó a sí mismo. No lo adquirimos. Es un regalo, un don. Y así, el único propietario es su Creador, Dios. Y ese cuerpo no se agota en su materialidad. No es una cosa física más. Se manifiesta en un yo, una interioridad, una forma única de relacionarse con los otros. No se tiene un cuerpo como se es dueño de una cosa, sino se es un cuerpo, en íntima unidad sustancial con un alma-mente que nos hace ser lo que somos. El intelecto o la mente, no se puede reducir al cerebro, como los materialistas pregonan. Es lo que un liberal nada sospechoso de estatista, como el filósofo Karl Popper (1902-1994), defendía: nuestra capacidad de argüir, comunicarnos, dialogar, muestra esa dimensión inmaterial humana, una mente irreducible a lo meramente neuronal. Apunta a un yo que no se confunde con su fuente física. ¿O acaso la mirada de ternura de una madre a su bebé puede reducirse a descargas neuronales?

Somos un sujeto personal unitario, psicofísico-espiritual, no un objeto. Un proyecto de persona de libertad donada como el filósofo Karol Wojtyla (1920-2005) había propuesto desde la década de 1970: la moralidad de la persona como sujeto. Me refiero al que luego fue Juan Pablo II. Existe un pensamiento filosófico wojtyliano antes de ser elegido pontífice. Los seres humanos somos sujetos, de enfermedad o sufrimiento, y no objetos o cosas, comercializables. De ahí que, como sugiere Wojtyla, el ofrecer sin recompensa una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de otra persona es “un acto genuino de amor”. El egoísmo ético libertario representa la deshumanización de la sociedad del descarte, aunque, en rigor, no representa a todo el liberalismo: basta mencionar al padre del liberalismo económico Adam Smith (1723-1790) para quien el mercado no era toda la realidad. Ni menos la postura de John Locke (1632-1704) padre del liberalismo político para quien había realidades más allá de la voluntad irrestricta contractual. El Estado no era un mal necesario.

Y aun así, en la prédica egoísta ética-libertaria actual –de Ayn Rand (1905-1982) a Murray Rothbard (1926-1995)– las personas y, aun más, los pacientes, a menudo corren el peligro de perder esa subjetividad, teniendo que hacer esfuerzos para ser conscientes, mantenerla, recuperarla. El horizonte no debe ser el de la eficiencia a cualquier costo. La dignidad del cuerpo humano es demasiado grande para reducirla a un artículo de intercambio.

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