• Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez
  • Dr. Mime

Para concluir lo que hablamos sobre el misterioso mundo de las emociones, les prometí el sábado pasado contarles si las emociones pueden o no heredarse. Desde ya les cuento que la reactividad emocional, esa fuerza de expresión de los sentimientos, podría estar condicionada por causas o factores epigenéticos (es decir, que puedan estar en la información genética del individuo y solamente manifestarse mediante estímulos del ambiente). Ahora también sabemos que la reactividad emocional, la fuerza de expresión de los sentimientos, podría estar condicionada por causas o factores epigenéticos, es decir, por experiencias personales de los progenitores, como las situaciones de estrés que han vivido y que han podido marcar sus genes condicionando su expresión. Aunque no sabemos cómo, las marcas epigenéticas pueden transferirse al ADN de los gametos (espermatozoides y óvulos) que, a su vez, se transfieren a los descendientes en la fecundación.

Así ha sido comprobado en experimentos con ratas donde las que fueron entrenadas a asociar un determinado olor a una descarga eléctrica en sus patas tuvieron descendientes con más sensibilidad a ese olor que las que no habían sufrido la misma experiencia. El aprendizaje de los progenitores causó cambios epigenéticos que facilitaron la expresión del gen que lleva la información para sintetizar la molécula sensible a ese olor. Ese cambio se transmite por los gametos y aumenta la sensibilidad del descendiente para ese mismo olor. De modo similar, las vivencias estresantes de los padres podrían condicionar epigenéticamente la sensibilidad emocional de los hijos, e incluso de los nietos, en determinadas situaciones, pues las marcas epigenéticas pueden heredarse con los propios genes, aunque no tienen la misma estabilidad que ellos y pueden añadirse o perderse en los cambios generacionales.

Entonces, la reactividad emocional es en buena medida, heredada. Ahora, lo que va a emocionarnos y a hacernos expresar los sentimientos con esa fuerza de la que venimos dotados depende de factores que ahora son ambientales y educativos. Heredamos la reactividad emocional, pero aprendemos a utilizarla según lo que hemos vivido cada uno y cómo nos enseñan y educan. Los estímulos, es decir, las palabras, hechos, ideas, pensamientos, personas, lugares y circunstancias que nos emocionan lo hacen porque en algún momento anterior de nuestra vida se asociaron a circunstancias que nos provocaron sentimientos como el miedo, la alegría, la vergüenza, el odio o el amor, entre otros muchos posibles. Muchas emociones son respuestas condicionadas, es decir, aprendidas, y esa asociación pudo producirse de forma automática y espontánea, como cuando al pararse inesperadamente el ascensor sentimos miedo, o de forma instructiva, como cuando se nos educa para ser solidarios y generosos o, para odiar a personas, colectivos o ideas. Nadie nace siendo Anabelle la muñeca maldita o Bambi, pero las experiencias vitales y la educación pueden orientar una alta reactividad emocional hacia el altruismo y la bondad o hacia la maldad y el horror.

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Otros factores biológicos pueden además sumarse, como en el caso de los hombres, donde la presencia en su sangre y su cerebro de la hormona testosterona puede actuar sinérgicamente con la reactividad emocional heredada si la persona nace con una reactividad emocional determinada, solo faltan las situaciones personales o colectivas capaces de activar la expresión de los sentimientos incubados con la fuerza que cada uno lo hace. Desgraciadamente, no dejamos de comprobarlo con los casos de feminicidios y violencia familiar que coinciden con el género masculino con el triste protagonista violento.

En definitiva, las emociones mismas, como el miedo, el odio o el amor, no se heredan, pero sí heredamos una predisposición biológica para adquirirlas con mayor o menor facilidad y, sobre todo, para expresarlas con fuerza diferente en cada persona. Lo que de ningún modo heredamos son los estímulos y las causas que provocan las emociones y los sentimientos que tenemos, pues eso depende exclusivamente de nuestras vivencias personales y, sobre todo, de la educación que desde niños recibimos, algo que no deja de ser una buena noticia porque nos permite cultivar una sociedad en la que educativamente se promuevan los sentimientos positivos alejándonos de los negativos y corrosivos. La experiencia y la plasticidad cerebral también nos enseñan que la educación emocional puede ayudarnos, si no a evitar las emociones negativas, sí a modular e incluso evitar las expresiones indeseables que provocan. Y sobre todo, a manejar las emociones para no estar DE LA CABEZA. Nos leemos con otro tema en siete días...!!!

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