• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

También en el humor hay filosofía. Reflexiones, a veces, igualmente lúcidas y de más fácil comprensión. Como en el antológico diálogo entre Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich, dos de los más inspirados “Les Luthiers”. Miembros de la Comisión de Mantenimiento y Actualización Permanente de la Canción Patria, encargada de modificar el himno nacional. Pero España ya no podía ser el país enemigo. Había que buscar otro, uno al que el pueblo pueda odiar. Entre varias alternativas, el músico propone, finalmente, a los “norteamericanos: Yanquis, go home”. “Maestro –responde uno de los encargados de la misión–, no sería oportuno, no se olvide usted que los Estados Unidos han sido uno de los principales propulsores de nuestra actual democracia”. Y añade el otro: “Y de nuestras anteriores dictaduras”. La inicial y espontánea risa da paso al cerrado aplauso. El público sabe.

Una historia memorizada es que el “gran país del Norte” instaló y sostuvo regímenes dictatoriales en casi toda la región. Por ejemplo, la dinastía Somoza, en Nicaragua; Alfredo Stroessner, en Paraguay; Augusto Pinochet, en Chile, y el “proceso militar”, en Argentina. Con intervención directa de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) fueron derrocados los gobiernos del chileno Salvador Allende y del guatemalteco Jacobo Árbenz, dos de los casos más notorios y analizados por las ciencias políticas. Pero, también, tuvo fracasos, como la frustrada invasión a la Bahía de Cochinos, recordada como la batalla de Playa Girón.

En enero-febrero de 1987 fui invitado a participar –y asistí– en el George Meany Center for Labor Studies, de un curso sobre el “Papel de los trabajadores en una democracia en desarrollo”, organizado por el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre. Uno de los instructores, de inconfundible aspecto yanqui (no pidan más detalles, solo imagínenlo) enumeraba con toda naturalidad los gobiernos que fueron derrocados por su gobierno (la repetición es consciente), con datos tan precisos que algunos compañeros centroamericanos lo habían bautizado como “experto de la CIA”. Y, tal vez, lo era. Nuestra conclusión fue simple: no estaba realizando una confesión, sino una exhibición impúdica de lo que podía hacer su país contra los regímenes no alineados. Explicó con mínimos detalles el caso Árbenz, que décadas después volvería a primera plana con “Tiempos recios”, de Mario Vargas Llosa.

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En 1915, el presidente norteamericano Woodrow Wilson invade Haití, en salvaguarda de las empresas estadounidenses, “matando a miles de campesinos y restaurando prácticamente la esclavitud” (Chomsky, 1999), texto que hemos citado en otras oportunidades. Un año después, el mismo mandatario, con su poderoso ejército, ordenó la ocupación de República Dominicana, la cual duró ocho años, período en el que el capital americano se apropió de la industria azucarera. Este mismo país caribeño fue “intervenido” nuevamente en abril de 1965, durante el gobierno de Lyndon B. Johnson, para impedir que “los comunistas tomaran el poder”, un grave error de apreciación, tal como lo demostrarían estudios posteriores. El mismo grave error evidenciado por el informe de Robert McNamara sobre la guerra de Vietnam.

“Nuestro único delito consiste en decretar nuestras propias leyes y aplicarlas a todos sin excepción (…). Hemos sido condenados porque hemos dado a la población campesina tierra y derechos”. Con este discurso, Jacobo Árbenz renunciaba a la presidencia de Guatemala en 1954, acosado por una invasión militar orquestada por la CIA. Acusado de seguir los lineamientos ideológicos de la Unión Soviética, en realidad, su “pecado” mayor fue la nacionalización de la empresa proveedora de electricidad, hasta entonces bajo el control de los Estados Unidos.

El 18 de marzo del 2011 se desata una matanza intencionalmente sepultada, conocida como la masacre de Allende, Coahuila, provocada por un operativo exitoso de la Administración de Control de Drogas (DEA), en su propio territorio, pero con una sangrienta repercusión (por un “pequeño error de filtración”) que tuvo lugar al otro lado de la frontera, a pocos kilómetros de Texas. La ciudad de 23.000 habitantes fue sitiada durante dos días por sicarios del cartel de los Zetas, iniciándose una cacería de la que no se salvaron ni siquiera los niños. Los testimonios de los sobrevivientes son aterradores. Más aterrador aún resulta que los hechos solo salieron a la luz pública en el 2014, a partir de ciertas investigaciones, como las llevadas adelante por el prestigioso académico mexicano Sergio Aguayo. Y el extraordinario reportaje, “Anatomía de una masacre”, de la periodista estadounidense, y Pulitzer, Ginger Thompson. La agencia nunca se preocupó en averiguar qué salió mal. Días atrás se emitió el primer capítulo de su versión ficcionada, de una serie de seis, en ese lugar donde todo ocurre: Netflix.

¿Por qué esta recordación de sucesos entrelazados con un mismo protagonista? No hay una razón en especial. O, quizás, la cercanía del 4 de julio y la visita de la agradable señora Victoria Nuland, subsecretaria de Estado de Asuntos Políticos de los Estados Unidos, me invadieron de reminiscencia. Buen provecho.

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