Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Cuando dentro de los partidos políticos la acción no es la continuidad del pensamiento, irremediablemente se desfigura su contenido programático. Se pretende imponer la visión particular de cada uno por encima de la tradición doctrinaria. Una asociación partidaria nace con un destino histórico. Lo que no implica que debe permanecer estática, enmohecida en el tiempo. Tampoco convertirse en una esclava voluble a los caprichos de las veleidades ideológicas.

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De los que mejor interpretaron este necesario equilibrio fue, probablemente, el intelectual republicano Roberto L. Pettit, cuando afirmaba que una doctrina se enriquece (no se pervierte) y “evoluciona al ritmo (no de cualquier acontecimiento) de las conquistas sociales contemporáneas, adaptándose a la realidad nacional”, pero sin que se resienta “la esencia de los principios”. Desarrollaba esta reflexión mirando al interior de su partido, durante una conferencia pronunciada el 17 de enero de 1950.

Todas las ideas se estructuran conforme con un propósito. Y en la mirada del citado L. Pettit, para afianzar “las garantías esenciales, el orden y el respeto a los derechos, la honestidad en la función pública, la tolerancia para con el adversario, y las medidas (...) tendientes a crear las condiciones para una economía más evolucionada y progresista y, sobre todo, más justa, que llegue a beneficiar al pueblo antes que a grupos de privilegiados”. Para ello se precisa un programa de gobierno. Aunque sea mínimo, que asegure una unidad conceptual y de acción hacia una dirección coherentemente definida. Y que sea administrado por hombres y mujeres capaces y honestos. Sin la atroz corrupción e improvisación de hoy.

El último programa orgánico de la Asociación Nacional Republicana fue aprobado en la convención del 23 de febrero de 1947, juntamente con su Declaración de Principios. Los mismos documentos fueron recalentados para exhibirlos como originales en el encuentro de la máxima autoridad del Partido Colorado del 7 de octubre de 1967. Aun así, no constituyeron obstáculos para que fueran suprimidos como hojarascas por la voluntad suprema del dictador, consumándose el temor advertido por Hipólito Sánchez Quell: “La falta de un programa preciso es la mejor plataforma de las prepotencias personales y de los políticos sin escrúpulos”. Se refería, obviamente, a situaciones de normalidad democrática: Estado de derecho, libertades públicas y justicia social, sobre todo, en un partido como el de L. Pettit, con fuerte “inclinación popular”.

De esa “inclinación popular” justamente perdió memoria a partir de la segunda mitad del siglo XX. Lejos quedaban los años en que las masas obreras elevaban con sus votos hasta la Cámara de Diputados a Ignacio A. Pane y Ricardito Brugada, a pesar de las adversidades, las denunciadas prácticas fraudulentas y autoritarias de los gobiernos liberales de la época. Era en retribución a que estos forjadores de los ideales republicanos interpretaron las demandas de los trabajadores y dieron sentido a sus luchas de reivindicación social.

La imbatibilidad del Partido Colorado fue un mito construido desde la soberbia de la dictadura. En la democracia se desnudaron sus puntos vulnerables y, terminada la farsa de la “unidad granítica”, sus protagonistas regresaron al conocido camino de las divisiones facciosas. Se dejaron de agitar ideas (como lo hacía Pane) para movilizar consignas. Y los opuestos internos se volvieron irreconciliables. Así llegó la llanura en el 2008. Actualmente, dos de las cabeceras departamentales más importantes, Ciudad del Este y Encarnación, están bajo administración opositora. En el libre juego democrático, el triunfo y el fracaso “son dos impostores.”

Pero si el coloradismo ha olvidado su raíz programática, en la vereda rival las cosas no están mejores. El triunfo definitivo de un ala del liberalismo sobre su otro yo histórico ha creado fisuras ideológicas entre sus propios adherentes. La izquierda declamatoria deberá analizar si vuelve a aliarse con sus extremos. Las chances de las candidaturas de los partidos pequeños son proporcionales a sus bases electorales. Salvo, y ahí radica la cuestión vital, que los aspirantes a sentarse en el sillón de López realicen renunciamientos colectivos a favor de alguien en particular. Las elecciones municipales de este año pueden resultar un anticipo de lo que vendrá en el 2023. Dentro del partido representado en el poder, “Concordia Colorada” persigue afanosamente el consenso, mientras que en el frente opositor anuncian “históricas concertaciones y alianzas”.

El Partido Nacional Republicano -del cual soy militante en reposo- tiene una orientación ideológica claramente explícita. Y un itinerario de lucha social transitado por combativos y honorables pensadores de los primeros cincuenta años del siglo pasado. Muchos de ellos integrantes de la inigualable Generación del 900. Esa memoria de “inclinación popular” y de “honestidad en la función pública”, y no otra, es la que debe recuperar si pretende seguir siendo una opción duradera en el futuro.

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