Dicen los filósofos que la cuestión para ser feliz no pasa por tener mucho, sino encontrarle valor a las pequeñas cosas que uno tiene –o logra–, puesto que nunca vamos a poder tenerlo todo.

Y en este momento, encontrar alguno de esos pequeños detalles que nos brindan ráfagas de felicidad es muy muy difícil al punto que los conspiranoicos ya hablan de cataclismos y del fin del mundo. No es para menos, si pensamos bien, hoy mismo estamos sumidos en un verdadero caos, literalmente apagando incendios de Norte a Sur.

Mientras que el calor sobrepasa temperaturas récord de 45,5 grados, el fenómeno La Niña amenaza con al menos tres meses más de impiadosa sequía, con niveles bajos de los ríos que no se ven desde hace medio siglo, lo que pone en riesgo hasta la provisión de agua potable a los ciudadanos.

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A esto se suman los vientos alocados que, como aliento del infierno, escupen volutas ardientes que hacen colapsar el tendido eléctrico y la gente sufre cortes diarios del fluido energético. Sin ventilador, con el aire contaminado por el humo de la gran cantidad de incendios –provocados–, con los pocos alimentos guardados en la heladera que se echan a perder, con la señal de telefonía que desaparece sin avisar, con la pandemia que nos tiene contra la pared, con la crisis económica que prevé un rebrote incontrolable tras la inminente reapertura de las fronteras con el segundo país con más positivos de covid-19 en el mundo, con los hospitales saturados... es casi imposible encontrar la aguja de la felicidad en este inmenso pajar.

Sin embargo, eppur si muove –como reza la hipotética frase atribuida a Galileo Galilei cuando la Santa Inquisición le amenazó con la muerte si no abjuraba su teoría sobre que la Tierra no era el centro del universo–, es decir, la felicidad está ahí y solo hay que buscarla con el empeño de los gambusinos del antiguo oeste.

Sin entrar a juzgar si es culpable o inocente, el caso Trovato que explotó esta semana se presenta como una de esas raras pepitas de oro que le arrancamos a la tierra con demasiado esfuerzo. No es la primera y supongo que tampoco la última, pero antes otras joyas ya fueron descubiertas por los mineros de la sociedad.

En el fútbol tenemos los ejemplos de grandes personalidades que fueron salpicadas por la corrupción y que gracias a la justicia del exterior saltaron a la luz pública. Como muestra recordamos los casos de Nicolás Leoz y de Juan Ángel Napout, quienes pudieron desarrollar sus “actividades” sin ninguna “sospecha”, hasta que desde fuera les dieron el parate.

En el caso Trovato se resumen varios factores que hacen que la aguja siempre sea invisible entre la paja. Uno es la ambición, que se arriesga a pasar los límites de la legalidad, y que se siente invencible a causa de la impunidad que le brinda un sistema judicial local –venal o incapaz– que tiene la venda en los ojos más apretada que la de Astrea.

Otro factor es la falta de educación de la población que, por más que tiene todas las herramientas digitales para aprender y conocer y lograr un grado de conciencia, vive atrapada en el fanatismo, porque acá o se es de Cerro o se es de Olimpia, o se es colorado o se es liberal, o se es pobre o se es rico, o se es democrático o se es zurdo. Y en ese statu quo, los inmorales hacen sus negociados.

Los olimpistas lo defienden a muerte sin saber la verdad, los cerristas ya piensan en hacerse con los títulos de los campeonatos amañados. Me pregunto, ¿qué mérito tiene haber ganado esos torneos de forma fraudulenta o qué mérito tendría obtenerlos arrebatándoselos al tramposo?

Es triste pensar que Trovato es inocente porque queda marcado de por vida. Es triste pensar que Trovato es culpable porque quiere decir que traspasó todos los límites y engañó a la gente que confiaba en él.

Pero saliendo del ámbito del deporte, una gran mina de estas joyas se esconde en la política. Solo en el Congreso, varias pepitas que fueron expulsadas por corrupción pretenden regresar con la más impávida caradurez.

Un minero se haría rico con la cantidad de pepitas que se esconden en el Parlamento.

Los casos de Miguel Cuevas, Rodolfo Friedmann o de Ulises Quintana son solo algunos de los ejemplos que no les vendría mal ser juzgados por tribunales foráneos y no por los de aquí, porque dan demasiadas vueltas ante lo obvio.

Cuesta buscar pepitas en el desierto, cuesta pretender justicia en un país fanático e ignorante en el que el juez está corrompido.

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