Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

La insurgencia en América Latina y, obviamente, en Paraguay, siempre tuvo fijaciones políticas durante el imperio de los regímenes autoritarios. El proceso de democratización de la región, a mediados de los 80 del siglo pasado, presenció la aparición de nuevos grupos armados, fuera de la estructura del Estado, bajo la justificación de la exclusión económica y la pobreza extrema.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Una reseña aproximada –no textual– a cuanto afirmamos se encuentra en un extenso análisis del profesor Andrew Nickson sobre “Movimientos insurgentes en América Latina después de la Guerra Fría. El caso del Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP)” (2019). La génesis de este grupo también puede leerse en “EPP. La verdadera historia” (2011), del periodista y escritor Andrés Colmán Gutiérrez, trabajo basado en los testimonios de Rubén Darío Bernal, “el guerrillero arrepentido”.

Siempre dentro del campo bibliográfico o documental, Juan A. Martens concluye que “la forma de captación de miembros y adherentes, y el contexto socioeconómico de las poblaciones con mayor presencia, permiten afirmar que estamos ante un grupo con características insurgentes que ha venido fortaleciéndose y extendiendo su zona de influencia ante los errores estratégicos del Estado, caracterizados por la represión indiscriminada, que lo aleja de la población y facilita el apoyo de la misma al EPP, por lo que sería un error seguir calificándola como una mera banda delictiva, ya que de esta manera se subestima la amenaza que representa y la resonancia que alcanza su discurso político”. (“Aproximaciones a la naturaleza del EPP desde la perspectiva de la insurgencia”, 2018).

El Ejército del Pueblo Paraguayo, desde su iniciación con otro nombre, aunque con los mismos integrantes, se dedicó al secuestro extorsivo, algunos con finales de muerte. Colmán Gutiérrez aporta que “el grupo empezó a formarse en 1992 como un proyecto de guerrilla, brazo armado clandestino del entonces Partido Patria Libre, pero luego se volvió autónomo, adquiriendo el nombre de EPP, en el 2008”.

En este punto cabe la caracterización que realiza Esteban Arratia Sandoval, citado por Martens, de la insurgencia criminal: “Un fenómeno que tiene como objetivo ganar control y autonomía sobre el territorio nacional mediante el vaciamiento del Estado y la creación de enclaves criminales, de manera a garantizar el éxito de actividades ilegales”.

Durante su presidencia, Fernando Lugo pretendió darle estatus de “grupo político”, aunque no pudo ignorar que, en la práctica, sus miembros “asaltan y secuestran”. El propio Martens ensaya una diferencia entre insurgencia criminal e insurgencia: la primera tiene una finalidad que se agota en el lucro; la segunda, promociona un cambio político y social. En un territorio dominado por narcotraficantes poderosos, el EPP encontró los mecanismos para la convivencia. Que el lector proponga sus propias conclusiones.

La trágica y lamentable muerte de dos niñas en un campamento del Ejército del Pueblo Paraguayo, en un operativo oscurecido por dudas razonables, evidenció que un sector de la sociedad, ciertos parlamentarios y algunos trabajadores de los medios de comunicación observan con simpatía el camino de la lucha armada y su recorrido de sangre de esta banda criminal, altamente ideologizada y con objetivos de poder. Es ahí donde la afirmación final de Martens tiene, en parte, razón: la resonancia que alcanza su “discurso político” (el entrecomillado es nuestro) y la subestimación de la amenaza que representa el EPP.

Ninguna muerte puede ser banalizada. Ni utilizada desde la perspectiva de los réditos políticos. Ni justificada por las disputas por supremacías ideológicas. La violencia en la América Latina sembrada de dictaduras siempre tuvo dos carriles: la proveniente desde las guerrillas y las ejercidas ilegalmente desde el Estado. Miles murieron en atentados, por un lado, o en las salas de torturas, por el otro. En ese fuego cruzado quedaron atrapadas otras miles de vidas inocentes. Ciudadanos y ciudadanas comunes que nada tenían que ver en ese conflicto.

El secuestro del que fuera parlamentario y vicepresidente de la República, Óscar Denis, figura relevante del Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA), y del trabajador Adelio Mendoza, inmediatamente después de la citada operación en un campamento del EPP, corrobora la fragilidad del Estado. Y el fracaso de los organismos de seguridad. Porque este nuevo atentado contra la ciudadanía era “previsible” según lo confirma el propio ministro del Interior. Era de esperarse, añade el presidente de la Asociación Rural del Paraguay. Y, con toda naturalidad, insiste: “No es ninguna sorpresa, aguardábamos algún tipo de represalia”. El sentido común así también nos alertaba.

Ante la contundencia de los acontecimientos, la retórica se declara hueca. El buen manejo del lenguaje suena a demagogia tratando de justificar lo que la lógica más elemental rechaza. Mucha plata para escasos resultados. La ciudadanía tiene derecho a realizar preguntas y se merece respuestas. Mientras, la imaginación y las especulaciones empiezan a tejer su propia historia.

Dejanos tu comentario