Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Nadie se equivoca jamás del todo”

Jacques Maritain

La democracia, más que ningún otro régimen político, debe defenderse. Dar razones de su ser, su calidad, las cualidades propias como sistema de gobierno, y aún, en algunos casos, como forma de vida. Aunque soy de los que creen que no toda la vida humana deba regirse por mecanismos democráticos como no toda institución deba regirse por las leyes del mercado. La democracia es solamente un régimen político, pero en esa “soledad” radica su grandeza. Ciertamente, de la democracia se obtiene el gen igualitario que determina que nadie debe monopolizar el poder. Es de todos. Y esa desmonopolización nutrirá el debate entre ciudadanos, dará lugar a la palabra razonable. La democracia recurre a la persuasión del logos, dirían los griegos, la razón convincente, el instrumento de su realización y que hace posible el día- “a través”-logos, del dialogo.

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Pero si todos pueden participar, ¿no sería legítimo preguntarse, si están todos los ciudadanos preparados para el diálogo? En principio, la respuesta sería afirmativa –es la igualdad– pero, como se ha dicho, ciertos “heréticos” parecería que hacen, el debate, imposible. Son la invasión de los “idiotas” –como se atribuye, la afirmación, a Umberto Eco– lo que hace difícil ese debate. Idiotas por su hablar, o escribir, el de ser ligeros, emocionales, sin fundamento. En las redes sociales y en discusiones públicas. La democracia, obstaculizada, por “herejes” opinando en un mismo pie de igualdad con cualquier premio Nóbel, como remarcaría el literato italiano. Pero el punto de la crisis, creo yo, no es la participación del idiota per se, sino el malentendido del lenguaje de la democracia.

Retórica como mera opinión

Pues, ¿no es eso, precisamente, la democracia? A mí me gusta oponer, para aclarar mejor, a la palabra idiota, idiotes, que en griego refería al que vivía fuera de la comunidad política, la de polites, el ciudadano comprometido, miembro y con sentido de pertenencia a la comunidad. Aún el polites podría, y de hecho ocurre muy a menudo, caer en los vicios del idiotes: la de confundir, en su falta de cuidado en el hablar, lo retórico con mera opinión, y así, acusar, agredir, haciendo de la participación democrática un bullying permanente, de lluvia de “trolls” y opiniones.

Ese es el camino de una democracia ideologizada. Lo retórico, olvida sus orígenes y es absorbido por lo emotivo, sentimental, agresivo, excluyente. Es el lenguaje de la propaganda o el marketing que hoy, gracias a los infinitos medios, es difícil, muchas veces, de identificar. Y así se presenta al debate, como confiriendo a la democracia un contenido apodíctico, esto es, de que las cosas son como las matemáticas, de una sola forma y nada más, haciendo violencia a la realidad. Se manipula a la historia, se violenta a la naturaleza biológica como dato, se tergiversa a las tradiciones históricas, se toma a burla a las creencias sociales o religiosas. De lo que se trata es, en suma, de doblegar, vencer, o ganar al rival. Imponer una verdad, la ideológica. Es la mera opinión voluble e interesada, el lugar de lo efímero, no de la ciencia, parafraseando a Platón. La retórica, finalmente, de los idiotas.

Retórica como la persuasión de lo probable

Pero la retórica en una democracia auténtica, no es la de la mera opinión. Uno hace política democrática, actúa, debate -que es un saber y hacer retórico- sobre una cuestión básica: sus conclusiones no son siempre idénticas para todos, ni en todos los casos. Reparemos que la política es una ciencia dialéctica, exige cierto conocimiento, y es práctica, sus conocimientos deben aplicarse en circunstancias diversas. No todos los razonamientos arrojan el mismo rigor o exactitud. El tratar de imponer un modelo a la realidad y si este modelo no encaja, se manipula el mensaje, demagógicamente, para imponerlo. A menos que se asuma que el paradigma político para construir una democracia sea el de la ingeniería social.

Ese es el error, de exclusión, que radica en esa retórica de la mera opinión ideológica. Como si la verdad política fuera la misma en todos lados. Y por supuesto, esa verdad sea la de la ideología que trata de imponerse, “científicamente,” como modelo. No se puede esperar la precisión de un matemático en el razonamiento de un político, advertía Aristóteles. Una retórica, la de una ciencia política como realidad práctica, consiste en la habilidad para emplear, ciertos medios persuasivos -datos, principios- en circunstancias concretas. Es un evaluar constante de situaciones movedizas, que van y vienen, que no es lo mismo que la demostración de una ciencia “dura” como la química o la física. No es solo opinión emotiva, es cierto, pero tampoco es dogma ideológico. Son verdades probables, razonables. Esa es la retórica de una democracia auténtica.

El diálogo como reflejo de la persona

Pero si la retórica idiota de la política, de reducir el mensaje a la mera opinión o de pretender, poseer a lo “científico”, lo meramente cuantificable como el nivel de desarrollo, ¿cuál sería ese contenido de una retórica ciudadana, de polites, auténticamente democrática? Yo insistiría en tres puntos.

En primer lugar, la amistad cívica. El diálogo democrático solo madura, primeramente, en un encuentro amistoso. ¿A qué me refiero con lo de amistad? Una democracia requiere de hábitos, conductas en donde el otro, no es considerado como enemigo: el otro es un bien. Y como tal es una persona que puede aportar conocimiento de mí mismo y yo de ella. Una comunidad política solo nace y se genera cuando el otro es reconocido. Cuando la otra persona no es considerada una cosa, un objeto, un consumidor. Esa es la amistad cívica, el lugar donde ser ciudadano implica que haya espacio para todos.

Y esto, se entronca, con lo segundo, la afirmación de verdades comunes. Si no existe un núcleo de verdades, al menos mínimas, de la comunidad política, que no son neutras en su valoración, no será posible el diálogo. Debe haber un minino de valores sustantivos, valores de la justicia o libertad, equidad o verdad, y sobre todo, de dignidad, o bien, no habrá diálogo. Todo se tornaría en retórica ideológica de mero conflicto. Y serían esos valores, finalmente, los llevarán a una pretensión clave, casi obvia: la de que un diálogo democrático no es contra nadie sino a favor de la verdad de esos valores.

El sostener ideas preconcebidas, sin disponibilidad a un autoexamen, solo incrementa el tribalismo ideológico. Y con ello, el diálogo será copado y establecido, previamente, por el marketing, los lobbies, dando pie a la retórica de los idiotas. Y en eso, Eco tenía razón.

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