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Martín Vizcarra, el afable presidente de Perú, sabe dar sorpresas. Cuando el 28 de julio terminó su discurso de 94 minutos para el Día de la Independencia ante el Congreso, exhortó a los legisladores a que terminaran un año antes su período, junto con el del presidente mismo, y a que votaran para celebrar elecciones generales en abril próximo.
Los 32 millones de ciudadanos de Perú están pidiendo a gritos “un nuevo comienzo”, afirmó el presidente. Ellos deben decidir el destino del país, “aun cuando esto signifique que todos nosotros debamos irnos”.
La maniobra de Vizcarra es un síntoma de frustración. Llegó a la presidencia hace 17 meses, cuando el presidente Pedro Pablo Kuczynski fue obligado a dejar el cargo por acusaciones de que había ayudado a garantizar contratos públicos para Odebrecht, una empresa constructora brasileña que ha sobornado a funcionarios y políticos en casi toda Latinoamérica. Vizcarra ha pasado la mayor parte de ese tiempo intentando reformar un sistema político y judicial tan podrido que todos los ex presidentes vivos están bajo arresto domiciliario, en la cárcel o tratando de evitar ese destino. El Congreso, cuyo partido más grande es el de la oposición, Fuerza Popular (FP), ha intentado detenerlo.
INTRANSIGENCIA DEL CONGRESO
Sin embargo, no lo ha logrado por completo. El año pasado, el Congreso aprobó de mala gana cuatro reformas políticas y judiciales. Tres de ellas se promulgaron después del referendo en diciembre. Estas incluían prohibir la reelección de los congresistas en ejercicio. En abril, Vizcarra presentó otras doce reformas políticas. Cuando el Congreso se opuso, eligió seis que consideraba esenciales.
Su prioridad es otorgarle poder a un comité elegido por la Suprema Corte para decidir si un legislador acusado de algún delito debe perder la inmunidad para poder ser enjuiciado. Ahora, el Congreso mismo toma esa decisión. Hasta ahora, se ha rehusado a promulgar la propuesta de Vizcarra y ha modificado otras ideas de reformas. Por ejemplo, ha retrasado diez años, hasta el 2031, la fecha para exigirles a los partidos que incluyan la misma cantidad de hombres y de mujeres como candidatos.
Hasta ahora, Vizcarra ha intentado enfrentar la intransigencia del Congreso al someter su gobierno a mociones de confianza. Estas funcionan bajo reglas singulares en Perú. Una primera derrota del gobierno en un período presidencial origina la disolución del Gabinete y el nombramiento de uno nuevo por parte del presidente. Eso sucedió en septiembre del 2017, cuando Kuczynski todavía era presidente y Vizcarra era vicepresidente. Una segunda derrota no solo originaría la disolución del Gabinete, sino de las elecciones al Congreso, dejando al presidente en su cargo.
VARIOS FRENTES
En setiembre del 2018, Vizcarra aprovechó la ventaja que esto le otorga. El Congreso dio el voto de confianza a su gobierno y luego promulgó el primer grupo de reformas que presentó. Intentó utilizar la misma táctica en junio, pero con menos resultados. El Congreso respaldó al gobierno pero frenó algunas reformas. De ahí la convocatoria de Vizcarra a otras elecciones generales.
Es incierto lo que ocurrirá ahora. Los legisladores de la oposición desean deshacerse del presidente sin dejar sus propios cargos. Tamar Arimborgo, una congresista del FP, le llamó “dictador” por promover elecciones anticipadas. Sus adversarios podrían tratar de destituirlo, en cuyo caso, la vicepresidente Mercedes Aráoz tomaría su lugar.
No obstante, la Constitución dificulta sacar al presidente mediante un “ataque quirúrgico”. Si Vizcarra renunciara, y provocara que Aráoz hiciera lo mismo, el presidente del Congreso estaría obligado a convocar a elecciones generales. De manera alternativa, Vizcarra podría solicitar una tercera moción de confianza. Esto pondría al Congreso en un dilema. Un respaldo al gobierno allanaría el camino para las elecciones anticipadas que desea Vizcarra. Si se rechaza la moción de confianza, esto le permitiría convocar a nuevas elecciones legislativas. En cualquiera de estos casos, quedarían fuera los 130 legisladores.
De una u otra forma, es muy probable que Vizcarra y el actual Congreso salgan el próximo año. Los ministros del gobierno sostienen que el país no puede costear otros dos años de estancamiento. La economía está a la deriva. Según el Banco Central, el producto interno bruto creció solo 1,5% en los primeros cinco meses del 2019, en comparación con el 4,9% del mismo período el año pasado. Vizcarra tiene razón al decir que Perú necesita un gobierno funcional.
DESCRÉDITO POLÍTICO
Sin embargo, no se sabe si otras elecciones lo conseguirán. Están registrados más de 20 partidos políticos para proponer candidatos a la presidencia y al Congreso. Muchos han sido manchados por el escándalo de Odebrecht. El FP y el APRA, otro importante partido de oposición, no tienen candidatos fiables para la presidencia. La fundadora y dirigente del FP, Keiko Fujimori, ha estado detenida desde octubre en espera de juicio por aceptar aportaciones ilegales de Odebrecht en el 2011, cuando realizó la primera de dos campañas a la presidencia en las que perdió. El dirigente de toda la vida del APRA, el ex presidente Alan García, se suicidó en abril cuando era inminente su arresto por haber recibido sobornos de la empresa brasileña.
Vizcarra no tiene partido ni heredero político. Cuando la encuestadora Ipsos les preguntó recientemente a los peruanos su opinión sobre dieciséis políticos, solo uno obtuvo un índice de aprobación mayor al 10%. Ese fue George Forsyth, un ex portero de fútbol que desde enero ha sido alcalde de La Victoria, un distrito de Lima, la capital de Perú. Una tercera parte de los peruanos no apoya a ningún político. Las elecciones que propone Vizcarra, si llegaran a celebrarse, serían un salto a lo desconocido.
Él sabe que la salida del atolladero de Perú es que haya mejores partidos políticos y mejores dirigentes. Por desgracia, esto está siendo obstaculizado precisamente por el sistema que desea cambiar.