Los venezolanos sufren. No obstante, a otros países les ha ido mucho peor.

En 1946, Gyorgy Faludy, un poeta húngaro, recibió 300.000 millones de pengos por una nueva edición de sus obras. Esta suma habría tenido un valor de 60.000 millones de dólares antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero después de que los nazis se marcharon con las reservas de oro de Hungría y los rusos ocuparon su territorio, la moneda del país ya no fue lo que era, y cada vez lo fue menos. Después de recibir el dinero, Faludy fue corriendo a un mercado cercano y se lo gastó todo en un pollo, dos litros de aceite para cocinar y un puñado de vegetales.

Para aquellos que no la padecen, la hiperinflación puede parecer alucinantemente abstracta. Es difícil comprender las cifras. Según Ángel Alvarado, economista y político de oposición (desde hace tiempo el gobierno dejó de publicar estadísticas oficiales), en la fluctuante economía venezolana, tan solo el mes pasado los precios subieron un 223,1 por ciento.

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Todos los días, multitudes de venezolanos se precipitan para cruzar el puente Simón Bolívar, de 300 metros de longitud, que une a su país con la cordura económica de Colombia, en donde esperan conseguir medicamentos, alimentos y una moneda mejor conservada.

Según un pronóstico (un tanto laxo) del Fondo Monetario Internacional, la inflación de Venezuela podría alcanzar un millón por ciento para todo el año. Sin embargo, esta cifra está lejos de ser inusitada. En el peor mes de su hiperinflación después de la guerra, los precios en Hungría aumentaron 41.900.000.000.000.000 por ciento. El gobierno tuvo que imprimir un billete de 100 trillones (con 20 ceros), la denominación más alta jamás producida. De acuerdo con el historiador Victor Sebestyen, un anciano empleaba uno de esos para forrar su sombrero.

Si no empeora la inflación mensual de Venezuela, su terror hiperinflacionario se posicionará solo en el lugar 23 de los 57 episodios identificados por Steve Hanke, de la Universidad Johns Hopkins, y Nicholas Krus.

A fin de que las cifras sean más fáciles de comprender, han proporcionado una forma alternativa de expresarlas. Calculan cuánto tiempo tardarían los precios en aumentar al doble si se mantiene la inflación en su máximo nivel mensual.

Sus resultados ofrecen una especie de “vida media” de la moneda y muestran cuánto tiempo tarda en perder el 50 por ciento de su valor (con respecto a los bienes y servicios para el consumidor del país).

Este cálculo alternativo convierte los astronómicos porcentajes de la hiperinflación en intervalos de tiempo más banales: millones en días y trillones en horas. En el caso de Venezuela, la moneda tardó menos de 19 días en agosto en perder la mitad de su valor. En el peor mes de la hiperinflación de Hungría, solo tardó quince horas. “Pronto la depreciación de la moneda avanzó tan rápido que no solo se sentía de un día a otro, sino de una hora a otra”, comenta un historiador acerca de este episodio.

Esa sensación que siempre está presente tiene un consuelo: puede hacer que las hiperinflaciones terminen rápido. De los 57 episodios identificados por Hanke y Krus, muchos duraron menos de un año. Debido a que la gente siempre está pensando en los precios, sus expectativas de la inflación son excepcionalmente flexibles.

Si el gobierno puede convencerla de que ha dejado de imprimir y gastar dinero de manera tan imprudente, las tiendas, las empresas y los trabajadores de inmediato comenzarán a actuar según esa creencia, aumentando sus precios y salarios en forma más conservadora. Por el contrario, en escenarios de alta inflación, pero no de hiperinflación, la gente se acostumbra a los rápidos incrementos de precios y espera que continúen, lo que hace más probable que lo hagan.

La hiperinflación es tan perturbadora que nadie puede acostumbrarse a ella.

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