Ningún conflicto desde la década de 1940 ha sido más sangriento y, aun así, pocos han sido tan ignorados. Las estimaciones de la cifra de muertos en la República Democrática del Congo (RDC) entre 1998 y el 2003 varían de aproximadamente un millón a más de cinco millones (nadie ha contado los cadáveres). Tomando el punto medio de estas cifras, el costo en vidas ha sido más alto que en Siria, Irak, Vietnam o Corea.

No obstante, pocas personas fuera del país tienen una idea sobre de qué se trataba el conflicto o quién estaba matando a quién. Es una tragedia, porque la gran guerra en el corazón de África puede estar comenzando de nuevo.

Para entender la guerra original, considera esta analogía escandalosamente simplificada: imagina una casa gigante cuyos tablones de madera están podridos. Esto fue el Estado congoleño bajo el presidente Mobutu Sese Seko, el tirano cleptócrata que gobernó desde 1965 hasta 1997.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Luego, imagina una bala de cañón que derriba la casa. Esa bala de cañón fue disparada desde Ruanda, el vecino pequeño y turbulento de la RDC.

Ahora imagina que todas las pandillas locales de criminales armados vienen corriendo a robar las joyas de la familia, y el saqueo se vuelve violento. Finalmente, imagina que eres una mujer joven y desarmada que vive sola en la casa destrozada. ¿No es un pensamiento agradable, verdad?

Mobutu y sus subordinados saquearon el Estado congoleño hasta que apenas pudo mantenerse en pie. Cuando sobrevino un choque, colapsó. Ese choque fue el genocidio de Ruanda de 1994. Derrotados en casa, los perpetradores de esa abominación huyeron a la RDC. Ruanda invadió el país para eliminarlos. Casi sin resistencia, ya que nadie quería morir por Mobutu, los altamente disciplinados ruandeses lo derrocaron y lo reemplazaron por su aliado local, el presidente Laurent Kabila. Entonces Kabila cambió de bando y armó a los genocidas, así que Ruanda intentó derrocarlo también.

Angola y Zimbabue lo salvaron, y la guerra degeneró en una sangrienta lucha por el saqueo. Ocho países extranjeros se vieron envueltos, junto con decenas de milicias locales. La riqueza mineral del Congo alimentó el caos, ya que los hombres armados tomaron minas de diamantes, oro y coltán. Los caudillos alentaron las divisiones étnicas, instando a los jóvenes a tomar las armas para defender a sus tribus y robar a los de al lado, porque el Estado no podía proteger a nadie. Las violaciones se extendieron como un incendio forestal.

Finalmente, la guerra terminó cuando todos los bandos quedaron agotados y por la presión de quienes patrocinaban a los gobiernos involucrados. La mayor fuerza mundial de cascos azules de las Naciones Unidas llegó a la región. El hijo de Kabila, Joseph, ha sido presidente desde que su padre recibió un disparo en el 2001. No ha logrado construir un Estado que no se aproveche de su propia gente. Los peces gordos aún malversan fondos, los soldados asaltan a los campesinos y los servicios públicos apenas existen. La ley cuenta muy poco. Recientemente, cuando un juez se negó a fallar contra un líder de la oposición, unos matones irrumpieron en su casa y violaron a su esposa y a su hija.

Kabila fue elegido para un mandato final de cinco años en el 2011. Su mandato terminó en el 2016, pero aún se aferra al trono. Es patéticamente impopular (no más del 10% de los congoleños lo respaldan) y su autoridad se está desvaneciendo. Todavía puede dispersar las protestas en la capital, Kinshasa, con gases lacrimógenos y balas, y en cualquier caso, pocos congoleños pueden darse el lujo de tomarse un día libre para protestar. Pero en el resto de ese vasto país está perdiendo el control.

Diez de las 26 provincias sufren debido a conflictos armados. Decenas de milicias derraman sangre de nuevo. Unos dos millones de congoleños huyeron de sus hogares el año pasado, lo que elevó el total de ciudadanos desplazados a alrededor de 4,3 millones. El Estado se tambalea, el presidente es ilegítimo, las milicias étnicas proliferan y una de las reservas de minerales más ricas del mundo está disponible para ser saqueada.

Existe amplia evidencia de que los países que han padecido una guerra civil reciente son más propensos a sufrir otra. En Congo, la recaída hacia la masacre ya ha comenzado.

¿Por qué debería importarle esto al mundo, más allá de África? El Congo está lejos y no tiene un efecto perceptible en los mercados bursátiles globales. Además, sus problemas parecen demasiado complejos e imposibles de solucionar para los fuereños. Durante mucho tiempo ha tenido gobernantes depredadores, desde sus tratantes de esclavos, los reyes precoloniales del Congo, hasta la familia Kabila. Intrusos foráneos a menudo han empeorado las cosas, desde el rapaz Leopoldo II de Bélgica, en el siglo XIX, hasta los estadounidenses que, en tiempos de la guerra fría, apoyaron a Mobutu por su anticomunismo.

No obstante, el mundo debería de preocuparse, y puede ayudar. El Congo importa principalmente porque su gente es gente, y se merece algo mejor.

También importa porque es un país enorme (dos tercios del tamaño de la India) y, cuando arde, las llamas se propagan. La violencia se ha diseminado a través de sus fronteras con Angola, la República Centroafricana, Ruanda, Sudán del Sur y Uganda. Los estudios sugieren que las guerras civiles causan graves daños económicos a los Estados vecinos, que en el caso de la República Democrática del Congo representan 200 millones de personas. Dicho de otra manera, si el Congo fuera pacífico y funcional, podría ser la intersección de todo un continente y proveer de energía a todos los países al sur de sus fronteras con represas en su poderoso río.

Si los extranjeros se involucran ahora, la recaída a la guerra aún puede frenarse. En primer lugar, los recortes al presupuesto del personal de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, realizados en parte a instancias del presidente Donald Trump, deben revertirse. Los cascos azules no son perfectos y no pueden proteger aldeas remotas, pero sí pueden resguardar ciudades, y son las únicas fuerzas en las que los congoleños confían respecto de no llevar a cabo masacres ni saqueos.

En segundo lugar, las bienvenidas sanciones que impuso Trump a los hombres del dinero de Kabila (aprovechando bloqueos anteriores a la extracción ilegal de minerales) deben extenderse. Los donantes deben presionar a Kabila para que cumpla su promesa de celebrar elecciones antes de fin de año y no ignorar la Constitución postulándose nuevamente. En esto deberían hacer causa común con los líderes africanos sensatos. La oposición congoleña debería participar en la votación, en lugar de boicotearla.

No todos los augurios son malos. Sudáfrica ha desechado al presidente Jacob Zuma, quien se había complacido con la afirmación de Kabila de que las súplicas occidentales para que se respete la ley congoleña eran imperialismo (tal vez porque, como se ha reportado, el sobrino de Zuma tiene intereses petroleros en la RDC). El presidente entrante, Cyril Ramaphosa, es honesto y pragmático. Así como el presidente Nelson Mandela fue rechazado por Mobutu, quien apresuró su partida, Ramaphosa seguramente será repelido por Kabila. Tiene experiencia negociando el fin de cosas negativas, incluido el apartheid, los problemas de Irlanda del Norte y la presidencia de Zuma.

No debe permitir que la República Democrática del Congo vuelva al infierno.

Déjanos tus comentarios en Voiz