Para dar suerte a los representantes republicanos en la aprobación de su reemplazo de la Ley de Atención Médica Asequible, conocida como Obamacare, el representante Pete Sessions (republicano de Texas) vistió un traje sastre café para acudir a la cámara, en honor del presidente Ronald Reagan.

Después de que la votación fue retirada del pleno de la Cámara Baja, los republicanos en Washington pasaron a lo siguiente, que es la reforma fiscal. Quizá estén a punto de comprobar de nuevo que vestirse como el ex presidente es más fácil que gobernar como él.

Aunque ha habido desde hace tiempo cierto acuerdo bipartidista de que las tasas de impuestos sobre ingresos corporativas e individuales pudieran ser reducidas y los resquicios eliminados, el Congreso no ha sacado adelante una reforma fiscal del tipo que ahora se está contemplando desde 1986; y esa casi fracasó.

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Comparado con otros países ricos, lo más asombroso sobre la tributación en Estados Unidos es su complejidad. Desde la reforma fiscal de 1986, el número de exclusiones en el código fiscal se ha multiplicado, parte de un cambio mayor en la forma en que el Congreso actúa. Mientras que antes la aprobación de los proyectos de ley era facilitada incluyendo fondos federales para proyectos favoritos en los distritos de los congresistas, ahora se prefieren las exenciones fiscales como lubricante.

El crecimiento del código fiscal federal, que ha triplicado su longitud en los últimos 30 años, a menudo es citado como prueba de que el país está excesivamente gravado. Sin embargo, su tamaño refleja todas esas exenciones fiscales especiales. Para los individuos, las exenciones vuelven a un sistema fiscal cuyas tasas generales son redistributivas, según los estándares del mundo rico, en uno en el cual no lo son.

Lo mismo aplica para los impuestos corporativos. La tasa marginal superior de 39 por ciento es atípica para los estándares internacionales: el promedio de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos es del 25 por ciento. En cierta forma esto fue empeorado por la reforma de 1986, la cual trasladó impuestos de los individuos a las empresas, las cuales en ese tiempo parecían tener menos probabilidad de evitarlos.

Aunque la tasa superior alta podría disuadir la inversión, no refleja la cuenta fiscal que las empresas estadounidenses terminan pagando. Entre el 2006 y el 2012, dos tercios de las empresas no pagaron impuestos federales, según un estudio de la no partidista Oficina de Responsabilidad Gubernamental (GAO, por su sigla en inglés). Las compañías grandes que fueron rentables pagaron un impuesto federal del 14 por ciento sobre sus ingresos netos entre el 2008 y el 2012, según la GAO, una tasa que aumentó a 22 por ciento una vez que se incluyeron los impuestos estatales y locales.

En el caso de los impuestos individuales y corporativos, los republicanos tienden a mirar las tasas generales y coincidir en que necesitan bajar, lo cual es la base para el optimismo entre su caucus de que la reforma fiscal es más fácil que la de la atención médica.

Sin embargo, esas tasas no son lo que parecen. Reducirlas requeriría algún tipo de combinación de eliminar las exenciones, incrementar el déficit y endeudarse.

El plan fiscal de la Cámara Baja elaborado por el representante Paul Ryan (republicano de Wisconsin), el líder de la cámara, y por el representante Kevin Brady (republicano de Texas), que preside el Comité de Medios y Procedimientos, propone deshacerse de algunas exenciones concedidas a los contribuyentes, pero no toca dos de las más grandes: las deducciones de intereses hipotecarios y las donaciones a organizaciones de caridad.

Tampoco dice nada sobre lo que sería una de las partes más difíciles de una reforma fiscal: la deducción de los impuestos estatales. Algunos estados, como Florida, no tienen impuesto sobre los ingresos personales. Los floridanos, por tanto, no reciben una deducción al impuesto sobre el ingreso estatal cuando pagan sus impuestos sobre ingresos federales. California tiene un impuesto sobre los ingresos estatal, con una tasa marginal máxima de 13,3 por ciento. Sus representantes, por tanto, se muestran entusiastas sobre la deducción.

El plan Ryan-Brady también contaba con un billón de dólares en ahorros por la derogación del Obamacare, lo cual ahora no se materializará, lo que significa que más deducciones tendrían que ser eliminadas.

Aquí es donde la política se pone más difícil, y donde los cabilderos tienen mayor espacio de maniobra. Más de 230 representantes republicanos han firmado una promesa de no votar por ningún aumento de impuestos, lo que les da pretexto para rechazar cualquier proyecto de ley que ofenda a los electores o donadores eliminando una exención fiscal.

Eso deja que para recortar impuestos se deba recortar el gasto o aumentar la deuda y el déficit. Los republicanos tienden a preocuparse menos por un manejo prudente del presupuesto cuando controlan la Casa Blanca.

El siguiente indicador de si este patrón se sostendrá surgirá a fines de abril, la fecha límite para un nuevo proyecto de ley para financiar las operaciones del gobierno federal. Un bloqueo entonces sugeriría que hay suficientes intransigentes del déficit entre los representantes republicanos para dificultar un recorte de impuestos no financiado. Si no hay un bloqueo, como parece más probable, entonces es de suponer que el partido estará contento con hacer al déficit grande de nuevo.

Sin embargo, hay límites a cuán profundos pudieran ser los recortes. Según las actuales reglas congresales, los demócratas tienen suficientes miembros en el Senado para obligar a los republicanos a aprobar un proyecto de ley que no incremente el déficit después de 10 años. Los republicanos aprobaron ese tipo de recorte de impuestos limitado en el tiempo cuando George W. Bush fue presidente. Una repetición de eso, quizá con algún trato fiscal favorable para las empresas que repatrien sus utilidades extranjeras, es el común denominador más bajo acerca de la política fiscal para el caucus republicano.

Esperemos algo más de ese tipo.

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