Columna de Esteban Aguirre

El domingo había amanecido lluvioso. Afuera, la camioneta me esperaba como perro con correa en boca. En su hotel y hogar momentáneo, el chef Jose Castro Mendivil, junto con sus sous chefs Hames Restrepo y Richard Human, aguardaban mi bocina y correcto “¡Yahawis chamigo!”. Mi café humeaba mientras preparaba el tereré para el viaje y en mi teléfono la foto de Graciela Martínez se hacía presente bailando sobre la mesa,bzzzz bzzzz.

-Hola Ña Gra. ¿Cómo andás?

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-¿A qué hora lo que me vas a buscar? Desde ayer ya te estoy esperando.

-En camino, ña Gra.

-Ok, dejá tu tereré con yerba rica de verdad.

Graciela tiene esa capacidad hermosa de evocar a todas las abuelas del mundo y hacerlas sentir jovencitas. Hay algo en su impaciencia casi infantil, como una niña que ya no puede de la emoción de ir a pasear por el país en busca de cosas ricas por descubrir y sumarle una historia. Tal vez, el rótulo de una receta desde la mirada crítica de este tesoro de la gastronomía nacional, etnogastrónoma y autora del libro Poytava, Origen y Evolución de la Gastronomía Paraguaya.

Cumpliendo con las telepáticas órdenes de Graciela, abandoné mi tereré y salí rumbo al último día de investigación de campo de este viaje al que rotulamos P.A.C.U, siglas que celebran la unión de la tierra (proveedor), el agricultor y el cocinero a través de historias que inspiran recetas.

Ese día el destino estaba cerca. Implicaba recorrer la feria de Altos que se celebra en Sanber, una de esas cosas particulares que tenemos los paraguayos y nuestra holgada geolocalización —como por ejemplo, llamar a un cerro que está en Asunción: Lambaré, así como quien no quiere las cosas— para que no sea del todo fácil hallarse.

Antes de llegar a destino, un poco con el hallo despistado, nos aventuramos a conocer otra feria en Altos, un rumor que nos habían mencionado y que terminó siendo una especie de oda a la decadencia, una suerte de mercado, casino, feria de pulgas, Oktoberfest y salón de pool envuelto en una manija de chopp y un necesarioweisswurst (chori blanco con mostaza de verdad) para el brunchen de la zona. En lo personal, en la ciudad de Altos y su agromercado encontré un bizarro nirvana al cual volveré cualquier sábado a las 10 de la mañana.

Luego charlar Hansisco (apodo que él desconoce) —el barman, ministro de la salchicha y guardián de las fichas de pool— sobre la historia de la feria, que arrancó porque “ya no pegaban los sábados”, encaramos la plaza principal de la ciudad de San Bernardino. La siempre evolutiva feria de los colonos de la zona ya había vociferado su primer “¡Es prostsible!” de la jornada.

Para ser honestos, mi cabeza ya no seguía un hilo conductor gastronómico. Me ganaban las ganas de ser anfitrión, de producir algo épico para que la búsqueda de ingredientes tenga motivos de tararear la banda sonora de Indiana Jones, o que pasé algo así para romper las bolas nomás. Y sin darme cuenta me estaba perdiendo de ese mismo “algo”, por dejar de fluir por un segundo, por no dejarme llevar con el maravilloso murmullo que te regalan las ferias de barrio, las interacciones del hermoso comercio de frutas y verduras, de mirar a Graciela negociar una primera edición de “¿Quién es quién en Paraguay?” y de intentar enseñar a decirmichimi a un, aparentemente retirado skinhead que vendía schwarmas a nuestros invitados.

Todo esto, antes de comprar unos bollos en La alemana, unos kilos de helado en La Casita (y valga la redundancia) de Helados y antes de subir hasta Tava Cerro, hogar de la cocina de cordillera enchapada con la palabra Sur. Ahí, donde los platos de la carta de este restaurante de temporada serían registrados fotográficamente por Loli Ferrés, en una especie de bautismo a los cientos de kilómetros recorridos en busca de una sincera palabra para sumar a la lista de ingredientes que celebran cualquier espacio digno de llamarse cocina en este pedazo de tierra roja: honestidad.

¡Salú!

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