Por: Esteban Aguirre

@mandibulapy

Papo, ¿vos como lo que sabés tanto?

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Yo trato de leer todo lo que pueda, papito.

Ah, ya (pausa reflexiva). Ese es mi problema, yo todavía no sé leer. (Pausa Aguirriana para mejorar la situación propia). Pero yo ya sé cómo yo sé las cosas. Yo pienso lo que hago, por eso hago lo que pienso.

Algunos años atrás, reflexionando sobre las palabras de este pequeño gigante, hubiese escrito algo como: “Quisiera estar inventando estas palabras, pero a veces la realidad es más pitufantástica que la ficción”. Hoy, disfruto el hecho de que conversaciones como estas son la norma y no la excepción, al sentarme a almorzar con mi hijo.

En el medio de la mesa yace un plato de bife a caballo, cebollas salteadas con todo el aceite de girasol que las celebran y una dorada montaña de papas fritas. El primer churrasco celebrado con la fritura de un huevo que mi hijo identifica, entre risas, como “a caballo”.

“¿Es carne de caballo o qué?”, me pregunta algo hipnotizado con el baile del humo que imita a todas las odaliscas en un solo plato. El silencio otorga su sello de calidad al momento en que nos tiramos tipo bomba a compartir este plato. Unas papas gobernadas por la mano de Roa hacen que el huevo sangre, sude y/o se desparrame de felicidad sobre la carne. Un toque de sal y pimienta y damos inicio a la carrera de estos dos jinetes por untar papas con yemas, cortar pequeños sangrientos bocados de carne y tratar de rescatar a las cebollas de esta pileta de nambrena que hace de este almuerzo una polaroid en nuestros paladares.

Eso es lo lindo y terrible de este plato en particular, lo podés pedir en cualquier lugar y solo tenés dos maneras de recibirlo: hecho poema por el amor de algún ser humano que se digna de su trabajo en la cocina, o como una suela hecha con mala gana que te hace querer prender fuego al restaurante y comprar pororó para mirar las llamas desde la vereda.

Felizmente, La Vienesa —sobre Julio Correa— tiene alguna persona enamorada, que cocina con pasión y compasión, casi haciéndome acordar aquellos bifes a caballo que compartía con mi familia en aquel restaurante llamado el Once, mientras un Mickey Mouse tercermundista me observaba del otro lado de la avenida. Ahora que lo pienso,

tenía la misma edad que mi hijo en aquel recuerdo de bife. Hay sabores que son nomás una máquina del tiempo para quienes se toman el tiempo de saborear. (Creo que necesito una cerveza para ver si viajo a algún —demasiado virginal— recuerdo adolescente).

Tener un mano a mano con mi hijo me hace valorar el ejercicio de escuchar para entender y no para responder. Supongo por momentos que es —tal vez— el secreto para llegar a ser un buen padre: no olvidarme nunca de este sentimiento. El diseño natural del cuerpo, dos orejas y una boca, escuchar el doble y hablar la mitad. O en este caso,

usar la boca para darle la merecida mandibuleada al compartir de un plato de comida que une al reunir a dos mejores amigos alrededor de esta mesa.

Luego de pagar la cuenta, mientras metemos una caminata digestiva (por así llamarla) a la panadería del local, para ver si no nos olvidamos —o que— de algo, Roa me pilla anotando algunos copiatinis del almuerzo.

¿Que estás escribiendo, Papo?

Algunas cosas que dijiste en el almuerzo nomás, papito.

Eso no se anota Papo. Eso se vive.

(Pausa dudosa, para entender si traje o no, a Yoda al mundo).

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