Visitamos el Parque Nacional Defensores del Chaco, área que alberga al mítico Cerro León, para conocer los relatos que viven en sus cientos y tantos metros cuadrados. ¿Cabrán muchas historias en esta superficie?

Texto: Micaela Cattáneo

Fotografía: Nadia Monges

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Lo que todo el mundo te dice sobre el Chaco paraguayo es que, antes de llegar a él, hay que prepararse bien. Ese sermón que acaba como disco rayado en un escenario, advierte qué cosas no pueden faltar en una expedición por la región: repelentes, protectores solares, gorras, botas, camisas, pantalones largos y, fundamentalmente, mucha agua. Sin estos elementos a bordo del cargamento, la geografía occidental del país no pensaría dos veces en jugarnos una mala pasada.

Es verdad eso de que nadie está completamente listo para el Chaco. Al menos, no hasta el encuentro cara a cara; hasta la convivencia que conduce a perder la noción de los días, hasta las despedidas que invitan a pensar en qué momento todo ese ecosistema desafió tanto nuestra valentía.

Y es que ese universo natural es hospedaje de insectos por las noches, tierra de animales silvestres, escenario de cielos artísticos, cuna de un suelo arcilloso y accidentado, hogar de aves libres y vegetaciones frikis, refugio de climas extremistas, canal de aguas que evolucionan sin prisa y documento vivo de la cultura indígena.

Mi aventura, y la del equipo que estaba conmigo, había comenzado un sábado muy temprano. Tenía como destino final el Pantanal paraguayo —parte que corresponde al país dentro del mayor sistema de humedales del mundo—, el cual bordea a Bahía Negra, un municipio ubicado en Alto Paraguay, a orillas del río que divide la región occidental de la oriental.

Desde Asunción, el tráiler del viaje adelantaba entre 12 a 13 horas de recorrido por la ruta que conecta a Alto Paraguay con los otros dos departamentos del Chaco: Presidente Hayes y Boquerón. Pero, en realidad, el intervalo recién mencionado correspondía sólo al tiempo que tomaría llegar al lugar de pernocte, el Parque Nacional Defensores del Chaco, la noche antes de emprender la travesía hacia el Pantanal.

Una lluvia torrencial a las 3 de la madrugada cambió los planes. Había que esperar a que el sol seque el único camino de tierra que conducía al destino. Cerca del mediodía, el programa retomó su rumbo, y el vehículo en el que nos movilizábamos, de a poco, fue sumando los más de 200 kilómetros que distanciaban a Madrejón —localidad que forma parte del Parque Defensores— de Bahía Negra.

A medida que nos acercábamos al punto de llegada, los obstáculos del terreno emergían cada dos por tres. En medio de ese ida y vuelta entre el volante, las cuatro ruedas y el medio ambiente, un pronóstico de lluvia aguó, aún más, el panorama. Las primeras gotas cayeron de sorpresa, pero las siguientes no dudaron en demostrar lo poderosas que pueden llegar a ser en medio de la nada.

El diluvio bajó en el instante en que la camioneta se desvió hacia una de las cunetas. Faltaban 55 kilómetros para llegar, pero a esa altura —en medio de la intensa lluvia— la naturaleza pasó su factura: no podíamos ni avanzar ni retroceder, sólo quedarnos a esperar ayuda.

El auxilio llegó luego de 24 horas, pero no fue sino hasta las 48 horas después que la salida se hizo definitiva. No había mucho que decidir: era volver o volver. Completar el tramo que quedó pendiente significaría una nueva internación en el campo abierto, que no presentaba un futuro alentador: habría lluvias toda la semana.

La vuelta al campamento del Parque Defensores del Chaco, tuvo su recompensa: el Cerro León, serranía que forma parte de esta área protegida del Chaco, nos ofrecía un atardecer exclusivo; un paisaje con el cual hacer las pases y entender que después de la tormenta, siempre sale el sol.

Retratos ecológicos

No había tiempo que perder. Eran las cinco y media de la tarde y la puesta de sol enviaba sus señales de humo. Desde el campamento, el mirador del Cerro León quedaba a un poco más de 50 kilómetros. Claramente, estábamos contrarreloj. Pero en esa corta estadía por terreno chaqueño, aprendimos que los intentos eran el pan de cada día.

El ascenso a la colina sucedió a la par que el cielo se sonrojaba. O como se dice en el fútbol, “a los 90 del partido”. El sendero que lleva al mirador es bastante empinado, por lo que hacer un pique hasta el final, un gol de último momento, es un reto bastante difícil; aunque no imposible.

La vista desde arriba es inmejorable, perfecta. Desde ahí, el cielo es verde; un conjunto de nubes color árbol que evoca las 720.723 hectáreas de flora prístina del Parque Nacional. Desde la cima, el atardecer es un mimo. Al menos, ese día, después de los avatares del camino, lo fue.

Pero la cita romántica con la naturaleza, desde aquel mirador, tuvo sus primeros encontronazos en la ruta de descenso. Unas cuantas tunas me hicieron pagar derecho de piso, mientras resbalaba a causa de las piedritas del sendero. Lo entendí también como un reclamo de su parte, un pedido de explicación al porqué no recibían tantas visitas. Pero la noche caía, y no había tiempo para discutir con ellas. Dejar que oscurezca durante la bajada, créanme, no es buena idea.

La historia de un pueblo

El Chaco tiene una personalidad extraña, una energía atípica que conquista. Es como cuando alguien, a quien conocemos poco, nos cae bien y no sabemos muy bien por qué. Por eso cuesta decir adiós a este territorio, porque sabe a ganas de querer volver. Es su autenticidad, su hospitalidad sin lujos, su forma de mostrarse así, tal cual vino al mundo.

De las cosas que no voy a poder olvidar en el trayecto de vuelta al campamento del parque, es de lo misterioso que son sus caminos en medio de la oscuridad. Y es que detrás de esa senda despejada, que tiene a las estrellas como testigos, hay un bosque que esconde una fauna que genera inquietud.

Se sabe que en el fondo de esa vegetación visible, hay jaguaretés, pumas y animales silvestres que se esconden ante la presencia del público. Según cuentan los lugareños, a veces, inconscientemente, se han dejado ver en contextos de supervivencia: cazando a su presa, tomando agua de un tajamar o cruzando la ruta en busca de comida.

Eso sí, no son los únicos que se mueven de forma enigmática. En el norte del Chaco, principalmente en la extensión ocupada por el Cerro León, existe un grupo de indígenas del pueblo ayoreo que no mantiene contacto con el mundo exterior, es decir, vive en aislamiento voluntario.

De hecho, se conoce sobre su existencia gracias a las señales que han dejado en el territorio paraguayo y en el boliviano, ya que también conviven en la selva chaqueña de este país. En el informe del 2016 de la asociación Iniciativa Amotocodie sobre La situación de los ayoreos aislados en Bolivia y en las zonas transfronterizas con Paraguay se relatan testimonios de personas que han encontrado pistas de su estancia por la zona.

El suelo con huellas de calzados rectangulares —propios de su cultura—, gritos de voces desconocidas alrededor de los terrenos privados —evidencias de extracción de miel en los tallos de los árboles más altos— y hallazgos de chozas recién abandonadas, confirman que su hermetismo en el Chaco es un hecho.

El caso que, particularmente llamó mi atención, es el de un trabajador que hacía postes con su motosierra en una estancia ubicada en las cercanías de la frontera entre Paraguay y Bolivia. El texto describe lo que pasó: “Durante dos noches sucesivas sintió que un hombre (o alguien) se acercaba a su campamento para observarlo. La segunda noche vio con la luz de la fogata, a menos de 60 metros, la figura de un hombre desnudo que lo vigilaba, hecho que lo hizo temer y disparar su escopeta hacia el cuerpo en la oscuridad”.

El relato detalla, luego, que trabajadores de la zona confirmaron haber oído los disparos ambas noches, por lo que fueron a verificar hacia dónde se había efectuado. Vieron que el impacto se realizó hacia un árbol, detrás del cual, supuestamente, se escondía el aislado. Pero no había rastros de sangre que indiquen que alguien lo recibió.

Y es que es esta riqueza cultural, esta memoria interna, la que convierte una visita al Chaco en una aventura extraordinaria. Es este pedazo de tierra el que, un día cualquiera, te cruza con un venado asustado en medio de la ruta, el que te maravilla con su ensayo fotográfico de árboles de nombres raros (como el palo borracho o samu’u) y el que, de alguna forma, te muestra que defiende sin escrúpulos lo que es suyo. Por todo eso y más, siempre, valdrá la pena volver.

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