Por: Javier Barbero

En la Universidad de Harvard hay un curso desde el año 2006. Y en el mundo, hay millones de productos, servicios, cursos, seminarios, conferencias y recetas sobre cómo ser felices. Muchos de ellos están diseñados desde el marketing, para que se nos disparen feromonas en la sangre (lo cual es una satisfacción válida) y otros son creados con la intención de acercarnos a la tierra prometida de la felicidad.

A los seres humanos nos encanta —y necesitamos— el bienestar como parte de nuestra salud integral. Este hecho escapa de cualquier discusión. Todos buscamos ser felices, estar motivados, sentir energía positiva y crear sentidos coloridos en relación al futuro. De hecho, sin todo ello no podríamos sobrevivir o perderíamos la salud.

El punto está cuando observamos que a la felicidad se la ha cosificado al punto de convertirla en un producto más del mercado y se la ha transformado en el fin último de la vida. Sólo basta con entrar a las redes sociales para encontrar mensajes explícitos o solapados de este fenómeno comercial y social.

Si vamos al diccionario, la felicidad es un adjetivo que viene del latín felix, que significa fértil y fecundo, y cuyo origen está en la agricultura. En la antigua Roma, felix eran los árboles que daban muchos frutos, e infelix, aquellos que no podían dar flores ni frutos.

Con el paso del tiempo se asociaron a felicidad dos palabras más: fortunatus, que hace referencia a alguien con mucha fortuna y beatus, alguien colmado de riqueza. No es muy inocente entonces el hecho de que hoy muchas personas acumulemos y que el mandato sea que si no tenemos (lo que sea que se pueda tener) de alguna manera no “podemos” ser.

Tampoco es inocente que la felicidad —reducida a una cosa consumible— ya no sea considerada un natural estado emocional humano. Por ende, un recurso químico de la biología tan necesario como la tristeza, la sorpresa, el enojo o la alegría para vivir y la capacidad de respuesta.

La felicidad cosificada se vende como un estado de permanencia, que en realidad, no tiene. O lo que es más trágico, nos venden además escapismos disfrazados de felicidad para no sentirnos, para ponernos un parche en el corazón y para hacer que “eso” malo, pase (sea lo que sea que signifique la palabra malo).

Mi maestra Katia del Rivero, en un artículo muy bello que me ha inspirado este escrito, plantea que además, “hemos hecho a otros responsables de nuestro bienestar”. Por ende, si vos no hacés esto o aquello, yo no soy feliz; si Recursos Humanos no crea algo nuevo, las personas no serán capaces de motivarse.

Ser fructíferos es la responsabilidad de dar frutos y ser fértiles. Y esta responsabilidad es inherente a cada quien, sean las que sean las circunstancias de la vida. ¿Quién dijo que uno no puede ser fértil en medio del dolor? ¿De dónde sacamos que las cosas tienen que acomodarse afuera, caso contrario no podemos bien-estar?

La psicología sabe que sin tormentas no hay crecimiento. Todos sabemos, al mirar atrás, que gracias a los quiebres pudimos evolucionar y llegar hasta aquí.

Puede que estés atravesando una época de dificultades. A todos nos pasa. ¿Qué pasaría si hacés consciente el hecho de que tu responsabilidad es dar frutos? Un fruto podría ser una elección, pedir ayuda, o lo que para vos signifique poner tu energía creativa en movimiento.

Ser rico también es tener capacidad de respuesta. La moda de la felicidad se trata de un juego de mercado que trata de vendernos “algo” sustitutorio. Hasta ahora no se ha comprobado, como receta mágica, que alguien sea feliz luego de una conferencia de coaching sobre cómo ser felices. Mi invitación en esta columna es a que te reconozcas fortunatus en tu capacidad de dar frutos. Mientras haya vida. Mientras la vida te sostenga.

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