Por: Javier Barbero

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Cuando perdemos algo o alguien, cuando los dejamos ir, sentimos como si una puerta se cerrase ante nosotros y se nos instala un vacío con el que tenemos que aprender a convivir.

Dejar ir es el proceso más natural de la vida y, sin embargo, el más complejo. Uno de los que más sufrimiento nos ocasiona. No existe una fórmula mágica que nos pueda servir a cada uno de nosotros para afrontar mejor estas situaciones marcadas por el desprendimiento.

Romper una relación, perder a un ser querido, cambiar de hábitos, de trabajo, de lugar de residencia… Todas ellas son renuncias que vamos a experimentar en algún momento de nuestro ciclo vital, algo para lo que nadie nos ha preparado y que aprendemos casi “a la fuerza”.

También es cierto que en ocasiones renunciar es una forma de permitirnos ser un poco más felices.

Renunciar a lo que nos perjudica es priorizar en bienestar.

Dejar ir a quien nos hace daño es ganar en salud y en equilibrio personal.

Desprendernos de ciertos hábitos, pensamientos y actitudes limitantes es ganar en oportunidades y en desarrollo.

Así pues, vale la pena recordar que el acto de tener que “soltar”, de liberar o dejar ir es también una oportunidad para renovarnos y seguir creciendo como personas.

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