El 30 de abril de 1982 –ayer se cumplieron 40 años– confirma que somos el país del revés. En el Día del Maestro es expulsado por la dictadura de Alfredo Stroessner el mayor de todos los maestros, el hombre que esculpió nuestro nombre en los centros culturales del mundo: Augusto Roa Bastos. Su retorno al Paraguay tenía como principal motivo inscri­bir a su hijo menor como para­guayo. Le dejaron entrar, pero rápidamente los esbirros del gobierno del terror se perca­taron de que nuestro máximo escritor había atraído la aten­ción de una juventud ansiosa por verlo y escucharlo, espe­cialmente estudiantes de los niveles medio y universitario. Haciendo obscena ostenta­ción de sus impunes arbitra­riedades el propio ministro del Interior, Sabino Augusto Montanaro (que de Augusto solo tiene el nombre). se encarga de confirmar la información: “El Gobierno lo expulsó por sus ideas bol­cheviques, ultramoscovitas y por intentar adoctrinar a la juventud del país con dichas ideologías”. Una acusación absolutamente infundada puesto que periodistas de los distintos medios escri­tos cubrían cada encuen­tro de Roa con los alumnos de colegios y facultades. Y, naturalmente, los capan­gas del estronismo tenían sus propios informantes, los policías del Departamento de Investigaciones que, gra­badora en mano, se disfraza­ban de “hombres de prensa”. Lo que al supremo dictador le irritaba es que otro supremo –un intelectual, en este caso– pudiera hacerle sombra. Y lo tiró al otro lado del río, a Clo­rinda. Ese es el “coloradismo” que añora Marito.

Para entonces, el gobierno de Stroessner ya tenía cien­tos de muescas en su culata. Opositores, incluidos los del Partido Colorado, detenidos en secreto y asesinados en Investigaciones o en la Téc­nica. Luego le tomó al gusto a clausurar periódicos, como el semanario del Partido Revo­lucionario Febrerista (PRF), El Pueblo, y el diario Abc Color, fundado por su anti­guo apologista, Aldo Zuccoli­llo. También ordenó el cierre de la revista Aquí, porque en sus páginas se burlaron de un senador liberal colaboracio­nista, cuya foto, en un acon­tecimiento social, se había publicado en Patria, vocero del estronismo. Radio Ñan­dutí sufría intermitentes interrupciones con equipos instalados en la Adminis­tración Nacional de Tele­comunicaciones (Antelco), hoy, Compañía Paraguaya de Comunicaciones S.A. (Copaco).

Los sindicatos estaban pros­criptos, salvo la Confedera­ción Paraguaya de Trabajado­res (CPT) de Sotero Ledesma, el célebre autor de “vivimos en un país divino”. El minis­terio de Justicia y Trabajo, a cargo de J. Eugenio Jacquet, tenía la misión de rechazar in limine, para no perder tiempo, cualquier petición de reconocimiento de gremios que no estaban alineados a la dictadura. Este recuento mínimo es suficiente para dejar en evidencia que el estronismo se encargó de des­truir los mínimos vestigios de la matriz ideológica del Par­tido Nacional Republicano para imponer la suya propia. Pisoteó sin remordimiento el manifiesto fundacional del 11 de setiembre de 1887: “(…) Mantendremos firme e inviolablemente la libertad del sufragio, de la palabra, de la prensa, de la reunión”.

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Si no fuera un pasado tan trá­gico y doloroso para miles de familias paraguayas, la comedia del “coloradismo” estronista es para reírse: “Al adoptar la forma de gobierno republicano hemos consa­grado, en un sublime código, los principios eternos que deben regirnos en nuestra organización política y allí están claramente enumera­dos los deberes y derechos del ciudadano”. El que violenta estos párrafos, porque así se le antojó, especialmente en lo referente a los derechos ciudadanos, puede ser cual­quier cosa, menos reivindica­dor de un coloradismo al que han traicionado y deshonrado con sus actos cotidianos.

El rostro más revulsivo de un Partido Colorado secues­trado de sus valores y de sus principios fundacionales por un despiadado y sanguinario régimen –padre legítimo de Marito–, en complicidad de una seudodirigencia servil de todo servilismo, fue la Junta de Gobierno manejada por el “cuatronimo de oro”. Con la anuncia del dictador Alfredo Stroessner, el inquilino del ministerio del miedo, Mon­tanaro, con el “estatuto” bajo el brazo –entiéndase la pre­potente cachiporra– cubre con policías (uniformados y pyrague de civil) las escaleras de entrada al local partida­rio impidiendo el ingreso de los convencionales del Movi­miento Tradicionalista. Tra­dicionalismo que, también, estaba dividido entre estro­nistas y contestatarios. El atraco del 1 de agosto de 1987 –se cumplirán 35 años– per­mitió el ascenso del movi­miento “Militantes comba­tientes estronistas hasta las últimas consecuencias”. Fue la degradación final de la aso­ciación política fundada por el General Bernardino Caba­llero. Aparte de Montanaro, integraron aquel cuarteto Adán Godoy Jiménez, minis­tro de Salud Pública y Bien­estar Social; J. Eugenio Jac­quet, ministro de Justicia y Trabajo, y Mario Abdo Bení­tez padre, secretario privado del dictador.

Los usurpadores del Partido Colorado habían llevado la abyección a su pico más ele­vado. Ya ni huellas queda­ban del coloradismo histó­rico. Se habían encargado de destrozar, con la brutalidad de los bárbaros, la Declara­ción de Principios de 1947: “El Partido Colorado se declara contrario a toda dictadura de individuos o de grupos”. Lo de Stroessner era una dicta­dura. Y todos ellos lo sabían. No podés reivindicar un colo­radismo sobre el cual vomi­taste. El “cuatrinomio de oro” siempre representó al estro­nismo, nunca al coloradismo. Su gran aporte a la democra­cia es que aceleró el golpe del 2 y 3 de febrero de 1989. Lo de “hasta las últimas conse­cuencias” era un eufemismo. Corrieron como ratas ante el primer ruido de los cañones. Seguiremos.

Si no fuera un pasado tan trágico y doloroso para miles de familias paraguayas, la comedia del “coloradismo” estronista es para reírse.

Los usurpadores del Partido Colorado habían llevado la abyección a su pico más elevado. Ya ni huellas quedaban del coloradismo histórico.

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