La hiperconectividad es una realidad y hay suficientes señales de que llegó para quedarse por un buen rato. Recibimos miles de impulsos publicita­rios para comprar, hay una titánica lucha por ocupar un lugar en nuestros cerebros de las marcas, productos, medios. Lo mismo se da en la política y es oportuno que quienes se dedican a ella lo asuman. Es de ilusos creer que todo el mundo está tan pendiente de las acciones o iniciativas de los políti­cos cuando estos no están haciendo lo suficiente para generar un diferencial y lle­gar no solo al cerebro, sino que al lugar donde realmente suceden las cosas: el corazón de los votantes. El hecho de que estemos viviendo en la era de la hiper­conectividad no implica que estemos logrando estar realmente comunicados. La conectividad implica tener a mano las plataformas, las herramientas. Eso es lo que hay y las tenemos en abun­dancia. Eso sí, no hay que minimizar el profundo daño que nos está causando creer que las interacciones que generamos en el mundo virtual van a llegar efectiva­mente a convertirse en rela­ciones de cercanía con al menos cierto nivel de con­fianza. Esos casos son los menos, las excepciones.

El filósofo Daniel Innerarity hace hincapié en la necesidad de huir del neutralismo –ese mantra de que la tecnología no es ni buena ni mala, sino que lo que la hace liberadora o esclavizadora es el uso que hacemos de ella– y del deter­minismo que no entiende que cualquier dispositivo abre posibilidades que esca­pan incluso del control de sus propios diseñadores, que no pueden prever el modo en que un artefacto puede inte­ractuar en una sociedad com­pleja. “Habrá una hibridación que todavía desconocemos y es importante que la inves­tiguemos. Per se, la tecnolo­gía no es algo amenazante y la digitalización no es un problema, pero es necesario pensarla. No podemos ni con­siderar las cuestiones políti­cas como meramente asuntos técnicos, ni considerar que las cuestiones técnicas son reali­dades apolíticas”, insiste.

Llamadas que nunca son devueltas, mensajes que reci­bimos y nunca respondemos, encuentros eternamente postergados y que cuando se concretan son de vuelta una auténtica asamblea de gente con la cabeza gacha y la mirada fija en los celula­res. Amistades que parecían de hierro y son cambiadas por un infinito espiral de soledad absoluta.

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Mucho se ha escrito al res­pecto de la tecnología y el uso que le damos los huma­nos y de esa convivencia que muchas veces parece ser un matrimonio por obligación. Es hora de que pensemos en recuperar la cercanía. La misma cercanía sobre la cual, y aunque parezca difí­cil de creer, la política tiene tanto para enseñarnos. Una hiperconectividad que nos hace más solitarios, que nos aísla, nunca será una buena compañera.

Mucho se ha escrito al respecto de la tecnología y el uso que le damos los humanos y de esa convivencia que muchas veces parece ser un matrimonio por obligación.

Per se, la tecnología no es algo amenazante y la digitalización no es un problema, pero es necesario pensarla.

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