En medio de una socie­dad afiebrada por el egoísmo, que pasa más tiempo haciendo selfis a su ombligo (sin el permiso de Sabina), donde la solidari­dad es un impulso eléctrico en fechas de colectas públicas –pero cerramos las ventani­llas ante el niño que pide pan en los semáforos–, viviendo ensimismados en nuestro propio mundo de problemas acuciantes, indiferentes a las angustias de los demás; en medio de esa imposición relativista que rompió todo vínculo comunitario, ensal­zando el individualismo en una competencia en que el más fuerte sobrevive, en medio de ese paisaje dra­máticamente realista, sin embargo, todavía quedan espacios para escaparnos del fatalismo determinista de que ya no tenemos abso­lución; esas pequeñas aber­turas por donde se filtran la esperanza. Sus protagonistas son personas anónimas que nos recuerdan lo que debe­mos hacer y pocas veces lo hacemos. Froilán Benegas es uno de seres motivados por la vocación de arriesgar la vida por el semejante. Fernando Cano se llama el otro.

El martes 22 de marzo el cielo se declaró en diluvio. Asun­ción, como en sus mejores épocas –es un decir– vistió sus trajes de raudales. Los más viejos repasaron fotogra­fías que parecían guardadas en el baúl de los recuerdos. Las calles y avenidas se trans­formaron en ríos que habían desbordado sus cauces. Furi­bundos, embestían contra todo aquello que encontraba a su paso. Encrespados como rápidos que corrían entre pie­dras, veloces y turbulentos, sorprendieron a muchos con­ductores atrapados dentro de sus vehículos. Vehículos que empezaban a zozobrar sin remedio por las aguas que presionaban por todos los costados. Algunos pudieron resguardarse en sitios eleva­dos. Los demás tuvieron que abandonar sus autos, que fue­ron arrastrados irremedia­blemente por las impetuo­sas corrientes. Fue, entonces, que unas imágenes impac­tantes, capturadas por la tecnología, nos interpelan y nos devuelven la ilusión en un mundo mejor.

Froilán, desde la acera de enfrente, lugar de su tra­bajo, observa a un niño afe­rrado desesperadamente a un árbol para evitar que las torrentosas aguas lo arras­traran. Con la misma deses­peración que el desconocido niño, Froilán buscó alguna cuerda para tratar de llegar hasta él. La implacable llu­via dificultaba la visión. Pero este buen hombre estaba iluminado. La Providencia –afirma él– puso ante sus ojos una manguera. La ató a una reja, pero resultó corta. Volvió y esta vez la amarró a una columna. No pensó que pudiera soltarse. El clamor del pequeño de que “voy a morirme, ya no aguanto más, voy a soltarme” refuerzan su espíritu y su energía: “No te vas a morir o yo me muero contigo”. Le anima a soste­nerse más fuerte de su árbol de salvación. Y llega junto a él. Los que estaban filmando desde sus celulares anticipa­ron que la historia tendría un final feliz. Y así fue.

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Viralizadas las imágenes, después se supo el nom­bre del niño de nueve años: Renato. Hijo del senador Ser­gio Godoy. Ahora es “guar­daespaldas” contratado para cuidar al chico. Pero Froilán tiene otra historia. Vive en J. Augusto Saldívar, y camino a su trabajo ubicado sobre la avenida Molas López, en San Lorenzo revientan las dos cubiertas de su moto a causa del temporal. Eso no impidió que cumpliera con la responsabilidad de llegar a su puesto laboral. No fue casua­lidad. Estaba ahí para salvar una vida. Dicen que alguien le regaló una moto nueva.

El otro relato involucra a Fernando Cano. Él tiene una camioneta y de regreso a su casa, situada en Lam­baré, acompañado de su esposa y de su suegra, pre­sencia una escena similar a la que estábamos comen­tando. Varios autos prác­ticamente hundidos bajo los raudales y dos mujeres pidiendo auxilio. Una de ellas –reseñan las crónicas periodísticas– estaba sobre el techo de su vehículo. La primera se encontraba más cerca, por lo que su rescate no fue tan dramático. La otra estaba en un lugar más alejado. “Pedí a los vecinos una manguera –relata Fer­nando– y me até a la cin­tura, así pude llegar hasta la segunda señora para, luego, acercarla hasta la casa de unos vecinos, que también estaba inundada”.

Aunque no lo dijo textual­mente, Fernando nos dejó la lección de que en momen­tos así no se evalúan los peli­gros, simplemente se actúa. Desanimados, a veces, por tanta indiferencia, Froilán y Fernando nos tiraron dos mangueras para rescatarnos hacia las orillas de la espe­ranza. Ellos demostraron fe. Hagamos lo mismo. Demos el siguiente paso.

Asunción, como en sus mejores épocas –es un decir– vistió sus trajes de raudales. Los más viejos repasaron fotografías que parecían guardadas en el baúl de los recuerdos.

No pensó que pudiera soltarse. El clamor del pequeño de que “voy a morirme, ya no aguanto más, voy a soltarme” refuerzan su espíritu y su energía.

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