Marco Rubio, senador de Florida, EE. UU.

Cuando el exguerrillero de izquierda Gustavo Petro asumió la Presidencia de Colombia, a la administración Biden le tomó alrededor de un mes para enviar una delegación norteamericana de alto nivel a Bogotá. Pero cuando el presidente paraguayo de centro-derecha Santiago Peña viene personalmente a EE. UU., el presidente Joe Biden no se molesta en reunirse con él. ¿Coincidencia? Lamentablemente no. Es solo el último ejemplo de un patrón tóxico en el que el presidente Biden apacigua a los marxistas de nuestra región y le da la espalda a los líderes pro-estadounidenses.

Por supuesto, este enfoque no tiene sentido. Los izquierdistas de Latinoamérica y el Caribe son cada vez más amigables a los adversarios de EE. UU. como Cuba, Nicaragua y Venezuela. Este patrón de preferencia, permitido por la validación de esos adversarios por parte de la administración Biden, está desestabilizando todo el hemisferio (y poniendo en peligro millones de vidas estadounidenses en el proceso) al alentar a los narcotraficantes y quienes se lucran por la trata de personas.

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Además, la izquierda latinoamericana se ha convertido en un conglomerado anti EE. UU. y pro China. Petro, por ejemplo, recientemente acusó a EE. UU. de ser el único país del consejo de seguridad de la ONU en oponerse a una salida humanitaria para Gaza tras los ataques terroristas en Israel. La semana pasada, en Pekín, Petro firmó un acuerdo que declara una asociación estratégica entre Colombia y China.

En contraste, el presidente Peña, a quien tuve el placer de conocer en persona durante su visita a EE. UU. hace unos días, ha demostrado un apoyo incondicional a la coalición global liderada por EE. UU. Peña también recibió al vicepresidente taiwanés William Lai durante su toma de posesión y defendió a Taiwán en su primer discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en setiembre. Todo esto mientras reinició los planes para seguir los pasos del presidente Donald Trump de trasladar la embajada de Paraguay en Israel de Tel Aviv a Jerusalén.

Finalmente, Peña busca una mayor cooperación económica con EE. UU., incluyendo ayudar a reubicar la manufactura de China en América Latina. ¿Por qué el presidente Biden no recompensaría y aplaudiría estos esfuerzos con una mayor asociación diplomática y ayuda económica?

La respuesta es que la propia ideología de izquierda de la administración Biden hace imposible una política exterior de sentido común. Por años, desde la era Obama, los líderes izquierdistas estadounidenses han recompensado a regímenes adversarios y totalitarios con concesiones y visitas diplomáticas, mientras han reprendido a gobiernos democráticos amigos por emitir combustibles fósiles y les han dado sermones sobre “derechos” reproductivos y transgenerismo.

Lejos de unificar nuestro hemisferio, esto siembra desmoralización y división. Los líderes de nuestra región me dicen que, desde su punto de vista, un país es mejor recompensado si es enemigo de EE. UU. que su aliado. No es así como se aumenta la estabilidad regional. Así es como se permite que los marxistas, los narcotraficantes y quienes tienen vínculos con la trata de personas lleguen al poder.

Es hora de un cambio de rumbo. El presidente Biden debe comenzar a responsabilizar al creciente bloque de izquierda de Latinoamérica (incluyendo a Petro, Lula de Brasil, Obrador de México y más) por su hostilidad hacia EE. UU. Por el contrario, EE. UU. debe brindar un mayor apoyo al presidente Peña y a otros socios dispuestos en nuestro hemisferio, como Rodrigo Chávez de Costa Rica y Luis Abinader de la República Dominicana.

Esta es la única forma de evitar que el totalitarismo de Irán, China, Rusia, Cuba, Nicaragua y Venezuela se convierta en una fuerza dominante en nuestra región. También es clave para reducir la violencia de las pandillas internacionales patrocinadas por los cárteles y la adicción a las drogas, que afectan a millones de estadounidenses cada año.

A menos que la administración Biden adopte este cambio, EE. UU. pronto podría afrontar graves amenazas no solo en Oriente Medio y Europa, sino también en nuestro propio hemisferio. Eso no es algo que ningún presidente de EE. UU. quisiera dejar como legado.

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