• Por Esteban Kriskovich
  • Doctor en Ciencias Jurídicas
  • Ex embajador de Paraguay ante la Santa Sede
  • Experto en Ética Social

En diciembre de 1944, cuando la Segunda Guerra Mundial gradualmente se acercaba a su final, surgió y llamaba la atención el radiomensaje “Benignitas et humanitas” del papa Pío XII, que abordaba el tema de la democracia, cuyo contenido vale la pena recordar pues resulta muy aplicable a nuestro tiempo.

El Papa observaba que “los pueblos, ante el dolor, al siniestro resplandor de la guerra, en medio del ardoroso fuego de los hornos que les aprisionan, se han como despertado de un prolongado letargo. Ante el Estado, ante los gobernantes han adoptado una actitud nueva, interrogativa, crítica, desconfiada. Adoctrinados por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu al monopolio de un poder dictatorial, injusto, incontrolable e intangible, y exigen un gobierno y un sistema de gobierno, que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos”.

El Pontífice hacía ver a los pueblos la necesidad de otro tipo de gobiernos frente a los que existían. Algunos de los Estados que llevaron e intervinieron en el conflicto habían llegado a extremos muy graves de gobiernos que atentaban contra la dignidad y la vida de las personas, al proponerse casi como sustitutos de Dios, a causa de las ideologías totalitarias en que se sostenían. La desgracia de la guerra había despertado a muchos, que anhelaban un mejor sistema. Por eso el Papa habló en aquella ocasión de la democracia, y que la diferencia radical entre democracia y totalitarismo es considerar a los ciudadanos “pueblo” o “masa”.

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El Estado no contiene en sí, ni reúne mecánicamente en un determinado territorio, una multitud amorfa de individuos; es en cambio la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa de por sí es inerte y no puede ser movida sino desde fuera, con manipulación o su utilización como fácil juguete al arbitrio del tirano de turno. Muchos malos políticos prefieren por ello mantener masas manipulables que gobernar a un pueblo.

El pueblo vive de la plenitud de vida de las personas que lo componen, cada una de las cuales –en su propio puesto y a su manera– es consciente de sus propias responsabilidades y convicciones. De la exuberancia de vida de un verdadero pueblo, la vida crece, abundante y rica por el Estado, y por todos sus órganos, infundiendo en ellos, con vigor incesantemente renovado, la conciencia de su propia responsabilidad, el verdadero sentido de bien común.

Sin embargo, de la fuerza elemental de la masa, manejada y aprovechada con habilidad y maldad, puede servirse también el Estado, en las manos ambiciosas y ávaras de un gobernante o de muchos, agrupados artificialmente por tendencias egoístas. El propio Estado –con la ayuda de la masa, reducida a simple maquinaria– puede imponer su capricho a la parte mejor del verdadero pueblo. El interés común queda así golpeado gravemente durante largo tiempo, y la herida es con frecuencia muy difícil de curar.

Únicamente sobreviven –decía el Papa– por una parte las víctimas engañadas por la fascinación aparatosa de la democracia aparente, y por otra los explotadores tiránicos del pueblo situados en el gobierno para beneficios personales de poder o de dinero.

El Pontífice distingue, por tanto, entre verdadera y falsa democracia: la primera es corolario de la existencia de un verdadero pueblo y de gobernantes fieles mandatarios hacedores de bien común; la segunda es consecuencia a su vez de la reducción del pueblo a la condición de mera masa humana para el logro de objetivos egoístas de sus gobernantes, de ambición y afán de aumentar sus propias ganancias, las de su casta y clase, mientras la búsqueda de los intereses particulares hace perder de vista y pone en peligro el verdadero bien común.

La democracia es poner bajo control del pueblo el poder político, en lugar de que quien está en el poder político se aproveche de las masas con el descarado ejercicio de la corrupción. La masa es la enemiga capital de la verdadera democracia, y de su ideal de libertad y justicia para la plenitud de un pueblo.

Es bueno recordar esto en nuestro tiempo, en momentos de tanto testimonio de ausencia de buen gobierno, grave corrupción en plena pandemia, y decisivas coyunturas electorales. La democracia es el gobierno para el pueblo, no para aprovecharse de él.

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