Por Mariano Mercado

En una acogedora casa vivían cuatro niños con su abuela anciana y enferma. Un día les visitó la Muerte y se sentó a la mesa. Venía por la abuela. Los niños creían que la Muerte solo trabajaba de noche, por eso decidieron rellenar sin pausa su taza de café hasta que llegara el amanecer. La muerte, con gesto compasivo y muy humano, aceptaba cada taza, restando dramatismo y transmitiendo la idea de que se trataba de un paso natural.

Luego de muchas tazas de café, la muerte les indicó que había llegado el momento. El más pequeño le suplicó que no se llevara a su abuela y preguntó afligido: ¿Por qué tiene que morir mi abuela? Entonces, la Muerte les contó la historia de dos hermanos llamados Dolor y Tristeza, que nunca miraban hacia arriba, hacia donde vivían dos hermanas, Alegría y Esperanza. Ellas, por su parte, sentían que algo les faltaba y no lograban disfrutar plenamente de su felicidad, hasta que conocieron a los hermanos y formaron dos parejas perfectamente equilibradas: Tristeza con Alegría y Dolor con Esperanza.

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La muerte les explicó que a ella le sucedía lo mismo con la vida. ¿De qué valdría vivir si no existiera la muerte? ¿Quién disfrutaría del sol sin las nubes y la lluvia? ¿Quién iba a añorar el día si no existiera la noche? La muerte se levantó de la mesa y el niño más pequeño intentó detenerla, pero su hermano mayor, demostrando aceptación, lo contuvo abrazándolo. La muerte subió las escaleras, se dirigió a la pieza de la abuela y minutos más tarde escucharon una ventana que se abría y una voz cálida y segura que susurraba: Vuela, alma. Vuela alto. La abuela había partido. La muerte con una voz acogedora dijo a los niños: Dejen que sus lágrimas de dolor y tristeza les ayuden a comenzar de nuevo. Llora corazón, pero nunca te rompas».

Aun siendo solo el resumen de un cuento, es una historia conmovedora. En términos tan sutiles, el autor danés Glenn Ringtved nos ayuda a reflexionar con su obra: llora, corazón, pero nunca te rompas, acerca de una de las etapas más dolorosas que pasamos en la vida: la muerte de un ser querido.

Hablar de la muerte no es fácil, uno de los temas que no queremos ni pensar y mucho menos hablar, por miedo o tabú. Para entender la muerte, debemos primero comprender y valorar la vida como don de Dios. Se trata de vivir plenamente, dejando de lado nuestros miedos y apegos, disfrutar del presente y ser más conscientes de nuestra temporalidad. Somos peregrinos en la tierra y la muerte es parte del proceso natural del ser humano que nace, crece, se reproduce y muere.

La situación que nos toca vivir hoy es dura, y se agudiza aún más ante la pérdida de un ser querido. Nos quieren asolar el vacío, el dolor, las culpas, las preguntas: ¿Señor, por qué? ¿Dios, dónde estás? ¿Por qué a mí me pasa esto? Y afirmaciones como: “No es justo. No puedo más. No tiene sentido seguir”.

En tiempos como este (pandemia) y, sobre todo, cuando perdemos un ser querido, el cuerpo y la mente sufren un esfuerzo agotador. Pero Dios nos ilumina con su palabra: «La pena interior consume las energías. Que la tristeza se acabe con los funerales: no puedes vivir siempre afligido. ¡No abandones tu corazón a la tristeza!» (Eclesiástico 38,18).

Es muy importante canalizar y liberar todos estos sentimientos y emociones, porque son parte del proceso de duelo y sanación. Y aunque tenemos una gran capacidad de resiliencia, a veces toda esta experiencia es tan intensa, que se requiere ayuda, médica o espiritual, y sin dudar hay que pedirla. Hay que llorar, reflexionar y dejar salir todo ese dolor para estar en paz. Aceptar, con fe, como cristianos, que ese ser querido dio el paso a la vida eterna, comenzó la vida espiritual a la que todos estamos llamados.

“Hermanos, papá emprendió su viaje a la Casa Celestial. Dios le tenga en su santa gloria”, fue el mensaje en el grupo de Whatsapp enviado por Dionisio, uno de mis hermanos, cuando nuestro padre había sido llamado por el Señor, luego de varios días de internación. Asumimos de esa forma que él regresaba junto al Creador, tomamos conciencia de ello y más allá del dolor de su partida, nuestro corazón se llenaba de esperanza, fruto de la fe. Alabamos a Dios por habernos dado un padre tan santo, don Luciano. Estábamos seguros de que él ya gozaba del premio de la vida eterna, como buen cristiano que fue.

En su memoria cierro esta reflexión con las palabras de San Francisco de Asís, de quien él era muy devoto: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar”.

La frase célebre de Francisco de Asís del Cántico de las Criaturas nos indica que Francisco no se limitó a considerar el fenómeno biológico de la muerte, sino que la eleva al nivel de salvación, pues la interpreta a la luz de Cristo y la vive como paso pascual. El mismo Francisco de Asís decía en otro momento: «El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir».

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