DESDE LA FE

Por Mariano Mercado

Hoy día no es fácil encontrar en nuestra sociedad materialista valores esenciales como el respeto a la familia, la gratitud, la empatía, la tolerancia, la honestidad, el compromiso y sobre todo el sacrificio. En la columna anterior estuvimos hablando de la importancia en la transformación del corazón, del ser, a un ser espiritual para incidir en la vida material, un ser de luz, en un proceso de cristificación.

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Amar a Dios implica un compromiso en todos los aspectos, sobre todo en las dimensiones más profundas de la conciencia. Para comprender el amor que Dios tiene por nosotros hay que tener un encuentro con Él. Ese encuentro debe profundizarse en encuentros cada vez más íntimos, y Dios se manifestará con su poder transformador en los corazones de quienes le aman.

Dios Padre, misericordioso, envía a su Único Hijo, Jesús, para salvarnos de nuestros pecados y ser el camino para llegar a Él. Con su sacrificio nos ofreció el sacramento del perdón. Imploró a Dios nuestro perdón, y el Padre, que es justo, en su infinita misericordia, nos lo perdona todo, sin rechazar a ninguno. No importa cuán grande es el pecado, mayor es el amor, siempre que se recurra a Él con el corazón sincero y la firme conciencia de abandonar el pecado, nadie queda excluido de la misericordia de Dios. Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.

Actualmente, tendemos a vivir en una sociedad convulsionada, violenta, con conceptos tan negativos como “me la vas a pagar”, o, “espero que recibas el mismo mal que me causaste”, el conocido “ojalá se estrelle” y uno de los peores “te voy a matar”. En nuestra limitada naturaleza humana, nos resulta difícil comprender la misericordia, más aún con quienes nos han ofendido o lastimado. No es fácil ofrecer la otra mejilla, pero no hay que confundir misericordia con injusticia.

Dios es misericordioso hasta con los peores pecadores y transgresores de la ley “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. La justicia divina va más allá del bien y del mal, la justicia sin misericordia es absolutismo. Él conoce nuestra culpabilidad, pero nos ofrece su gracia, mediante la redención. El perdón como expresión máxima del amor nace en lo más profundo de nuestro ser, el sentimiento reconfortante de saberse escuchado y querido por Él. Ahí donde habita Dios, brota la misericordia.

Todos conocemos la parábola del hijo pródigo. El hijo menor, que pide su herencia y reniega de todos los valores para llevar una vida de excesos, desordenada, sin Dios. Estando en la miseria más absoluta y arrepentido de sus errores, recapacita, regresa a su casa. Su padre, paciente, lleno de amor y misericordia, lejos de cuestionar por qué regresa, lo abraza, lo besa, lo recibe con todo el amor y celebra su regreso con una gran fiesta. Pidió que dieran a su hijo, ropa, calzados, un anillo, le devolvió la dignidad.

La misericordia es la máxima expresión de clemencia y perdón. Se da, aunque la persona no la merezca y sea culpable, no tiene en cuenta el mal realizado. Amar es aprender a perdonar. Empatizar, sentir compasión, y cuando el dolor del otro nos estremece, actuar para minimizar el sufrimiento.

La misericordia es un don, una virtud, una facultad del espíritu. La misericordia es esencial para una sociedad más justa, esperanzada, caritativa, servicial y feliz. Es la base de la empatía, de la amistad, del trato con los demás. La falta de misericordia es signo de la ausencia de Dios, como la oscuridad que es consecuencia de la ausencia de luz.

“Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia”. Mateo 5,7.

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