DESDE LA FE

  • Por Federico Wals
  • Desde Buenos Aires
  • Ex secretario de prensa del cardenal Bergoglio

Al cumplirse su octavo aniversario como obispo de Roma, el papa Francisco sigue renovándonos con la esperanza de que este tiempo de incertidumbres espirituales, sociales, políticas y económicas que atraviesa el mundo globalizado bajo el covid-19 tiene un bálsamo, un antídoto, que es la fraternidad humana.

En su reciente e histórico viaje apostólico a la convulsionada Irak –tierra de Abrahán, padre de la fe de las tres religiones monoteístas, quien escuchó la llamada de Dios hace cuatro mil años y partió de su tierra bajo la promesa de Dios de una descendencia– Francisco pudo cumplir el frustrado sueño de san Juan Pablo II, que un papa pisara por primera vez el suelo del patriarca.

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Allí, ante una minoría cristiana y acompañado de nuestros hermanos musulmanes, Francisco señaló una vez más que el desafío para todos los que habitamos esta casa común es justamente la fraternidad, de la que ya nos habló en el “Documento sobre la fraternidad humana, por la paz mundial y la convivencia común”, que firmó junto al gran imán Ahmad Al-Tayyeb en la ciudad árabe de Abu Dabi en 2019 y la “Carta encíclica Fratelli Tutti sobre la fraternidad y la amistad social” publicada el año pasado.

No son solo palabras sueltas en documentos teóricos escritos para entendidos. Son palabras que nos interpelan directamente al corazón y a la conciencia de cada uno de nosotros, seamos creyentes o no, porque en última instancia la pregunta trascendental que hace el papa Francisco y que nos tenemos que hacer interiormente es: ¿seremos capaces de hacer que haya fraternidad entre nosotros, de hacer una cultura de hermanos? ¿O seguiremos con la lógica iniciada por Caín, la guerra?

Es esa cultura de hermanos la que nos lleva a la cultura del encuentro y esta la que construye una cultura de hermanos. Hemos visto en estos ocho años de pontificado, como la Iglesia ha encarnado de un nuevo modo, renovado y fresco el desafío de salir al encuentro de todos aquellos hermanos que se encontraban en las periferias geográficas y existenciales, alejados del afecto y cercanía que brinda la hermandad. No son ocho años de declamaciones vacías de contenido y gestos efímeros, sino todo lo contrario.

Para quienes lo hemos acompañado en su paso como arzobispo de Buenos Aires y lo seguimos acompañando con nuestra cercanía, hemos sido testigos de ocho años de coherencia evangélica entre el decir y el hacer, en los que Francisco demuestra que es posible seguir siendo el mismo, a pesar del lugar que se ocupe; él sigue siendo el mismo padre Jorge (como me dirijo a él) solo que ahora vestido de blanco. El que insiste a mi esposa –que es de nacionalidad paraguaya– seguir hablando en guaraní a nuestros hijos para no perder las raíces de la cultura guaraní.

Ciertamente estamos viviendo tiempos difíciles. Es un momento en que nuestros acostumbramientos, rutinas, prioridades y estilo de vida son cuestionados por esta crisis que nos golpea cada día, sin que la pudiéramos evitar. Ahora, la pregunta es ¿cómo vamos a salir de ella? ¿Cómo queremos salir de la crisis? Y sea cual fuere la respuesta, lo que sí sabemos es que no saldremos iguales. Por eso es bueno detenerse y mirar alrededor: no estamos solos. En esta casa común, nuestro planeta Tierra, nuestra barca, no estamos solos. Nadie se salva solo. Y eso debe interpelarnos en cómo somos con el prójimo, el próximo a nosotros cada día.

Este es el mensaje que nos deja un nuevo aniversario de la elección del papa Francisco: así como los siglos anteriores fueron los de la libertad e igualdad, la marca distintiva de nuestro siglo XXI es la fraternidad humana entre todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que soñamos con un futuro mejor, confiando en que, como dice el refrán, “Dios proveerá” para que eso suceda. Pero nosotros tenemos que hacer nuestra parte para concretar el llamado del Santo Padre, VIVIR EN FRATERNIDAD.

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