Por Lic. Mariano Mercado Rotela

“Padre, perdóname porque he pecado contra Dios y contra ti”, Lc 15,21. Esta frase del hijo pródigo que nos relata la Sagrada Escritura retumba en el corazón. Este pasaje representa a Dios, que es nuestro Padre y que en su infinita misericordia nos recibe a cada hijo pecador, que con profundo sentir reconocemos nuestros errores, nos arrepentimos y deseamos cambiar de vida, buscamos la conversión.

Pero, ¿qué significa la conversión?

Etimológicamente proviene del latín conversio que significa hacer algo diferente, cambiar. Cuando todo parece oscuro y el dolor es tan intenso, cuando parece que no hay salida, nada tiene sentido, todo es vacío. Intentamos caminar, pero no avanzamos, construimos un muro tras otro, sobre todo de heridas que son como cadenas, que nos impiden escapar. Quedamos sin camino, sin luz.

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La conversión sigue resonando en la vida de los cristianos hoy, tanto como ayer. Como sabemos, Pablo de Tarso, antes de ser apóstol, era perseguidor de los cristianos. Un día, camino a Damasco, un resplandor le hizo caer del caballo y quedó ciego. Escuchó una fuerte voz, pero no solo a través del oído, sino directo con el corazón (Hechos 9,3-18). Este llamado, como revelación espiritual, ha pasado a ser sinónimo de conversión. Escuchó la voz de Dios, se conmovió, cambió su convicción a partir de ese encuentro con el Señor.

Si queremos progresar y avanzar, necesitamos escuchar la voz del Señor para lograr una conversión permanente, un cambio que perdure, con bases sólidas. Tenemos que romper las cadenas que nos atan al pasado, superar los errores y pecados, sin volver la vista atrás. Debemos perdonar y perdonarnos, para agarrar con fuerza, desde lo más profundo del corazón y la conciencia, la anhelada libertad.

Necesitamos un cambio radical, como los discípulos, que lo dejaron todo para seguir a Jesús. Una conversión íntegra, total, no a medias. No el péichante. Convertirse es transformarse en un ser distinto, mejor que antes. Es cambiar de rumbo, crecer, atraídos y movidos por la gracia del Espíritu Santo, mediante el arrepentimiento sincero. Este es el llamado de Cristo.

La cuaresma es un tiempo privilegiado para la conversión, para la reconciliación y el perdón. Jesús miró desde la cruz y dijo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23,34). ¡Qué expresión de inigualable valor! Palabras tan simples y claras, pero al mismo tiempo tan profundas, que brotaron desde la sinceridad más absoluta de Jesús, en un momento crucial para nuestra salvación. Palabras llenas de poder, de amor, que producen una emoción singular.

La manifestación del perdón en el abrazo fraterno y amoroso entre el padre y el hijo pródigo es fruto del amor dispuesto a perdonar, dejar de lado el pasado e iniciar todo de nuevo. El hijo recapacitó y regresó a la casa luego de malgastar, no solo su herencia, sino su propia vida. El padre salta por el cuello, lleno de alegría, no preguntó qué hizo o dónde estaba, no le reclamó sus bienes, porque entendió que su hijo “estaba muerto y ha vuelto a la vida. Estaba perdido y ha sido encontrado” (Lucas 15,32).

La Cuaresma nos invita a una profunda reflexión, al arrepentimiento, a la reconciliación fraterna y principalmente a la conversión. Estamos llamados a dar el paso a una vida nueva. Que la cuaresma sea un tiempo de conversión, de encuentro con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo que más necesita.

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