• Por el Prof. Dr. Esteban Kriskovich (*)
  • Doctor en Ciencias Jurídicas. Experto en ética social, bioética y bioderecho. Ex Embajador de la República del Paraguay ante la Santa Sede.

En el 2006, por pedido directo de Juan Pablo II, el Pontificio Consejo Justicia y Paz de la Santa Sede, presidido por el Cardenal Renato Martino, preparó un importante documento: “La lucha contra la corrupción”. El documento es sumamente valioso, y aunque en la práctica no fue muy conocido, ha resultado profético para nuestro tiempo, en el que muchas veces estructuras de poder político son usadas para garantizar mecanismos de corrupción en altas esferas del gobierno. Vale la pena reflexionar sobre algunos de sus puntos principales:

El fenómeno de la corrupción siempre ha existido; sin embargo, ello no significa que sea normal, ni que forme parte de la naturaleza humana, personal ni social, sino que por el contrario, atenta contra su propia existencia, ya que por definición, corrupción implica que algo pierde su esencia: se pudre, se corrompe, se disgrega, se convierte en mal y basura.

Los costos de la corrupción recaen sobre los ciudadanos, ya que se paga desviando los fondos de su legítima utilización. Si la corrupción es un grave daño desde el punto de vista material y un enorme costo para el crecimiento económico, sus efectos son todavía más negativos sobre los bienes inmateriales, vinculados con la dimensión cualitativa y humana de la vida social.

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La corrupción política, como enseña el “Compendio de la doctrina social de la Iglesia”,compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones” (n. 411).

La Iglesia considera la corrupción como un hecho muy grave de deformación del sistema político. El “Compendio” la estigmatiza así: “La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos” (n. 411).

La corrupción implica un conjunto de relaciones de complicidad, oscurecimiento de las conciencias, extorsiones y amenazas, pactos no escritos y connivencias que dañan a las personas y su conciencia moral. Existen nexos muy claros y empíricamente demostrados entre corrupción y funcionalidad del sistema institucional, entre corrupción e índice de desarrollo humano, entre corrupción e injusticia social. La corrupción implica un grave costo intergeneracional en una comunidad.

Para superar la corrupción, es necesario el paso de gobiernos retrógrados a gobiernos democráticos y honrados, que auténticamente busquen el bien común. La corrupción contrasta radicalmente con los principios fundamentales del orden social, que promueve la doctrina social de la Iglesia, que son la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad, la opción preferencial por los débiles y pobres, el destino de los bienes.

Por ello la corrupción política implica una traición a un pueblo, y dicha traición a este pueblo desde el poder implica una afrenta directa contra Dios (Ex.3,7-9).

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