POR ROCÍO GÓMEZ rocio.gomez@gruponacion.com.py

Valientes mujeres, cansadas de callar durante años, compartieron con La Nación dolorosas historias de violencia sexual, algunos propias y otras de hermanas, primas y sobrinas. Hoy, en el marco del Día Nacional contra el abuso sexual a niños, niñas y adolescentes, presentamos la cruda realidad que viven las indígenas, una de las minorías más desamparadas ante la violencia sexual. Para precautelar sus identidades e intimidades, se utilizan nombres ficticios.

“NO FUI HECHA POR AMOR”

“Mi hermana tuvo su primera vez a los 9 años, un indígena que tenía problemas con el alcohol la violó”, relata Ana, una joven indígena originaria del departamento de Boquerón. Su hermana vendía tortas en las calles y a veces tomaba atajos por el monte para acortar el largo camino de regreso a casa. Fue en una de esas ocasiones cuando el supuesto violador la siguió y aprovechando la oscuridad le tapó la boca para someterla. “Ella no quería decir quién fue, pero sabíamos que era del barrio. Él la amenazó con violar a las demás hermanas si decía algo”, cuenta y agrega que producto de las violaciones quedó embarazada y terminó juntándose con su victimario. “Están juntos hace más de siete años”.

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En las comunidades indígenas, desde pequeñas las preparan para casarse, pero Ana enseña a sus sobrinas a cuidarse. “Se sabe quiénes son los culpables de las violaciones, pero no se puede decir nada porque no quieren que se manche el apellido de la comunidad, ni de las familias”, lamenta y con mucha naturalidad sigue narrando abusos, como el caso de la esposa de un primo, que fue violada y asesinada.

“Ella era hermosa y rechazaba a todos, solo le quería a mi primo. Fue en el 99”, precisa y agrega que en todos estos casos, las violaciones son perpetradas por hombres indígenas, por lo que las denuncias no llegan a ningún lado. “La ley primeramente pasa por el líder, si él permite, puede salir afuera. Si él no aprueba, no se hace nada, no entran policías ni comisarios en la comunidad”, explica.

Otro caso se registró en una familia. El padrastro violó y embarazó a una menor de 11 años. “La nena le decía a la mama, 'él me viola, él me está violando, hoy me violó', y la mamá no le creía. Sino que le respondía 'Seguro vos le buscabas'”, comenta y revela, con pesar, su propia historia.

“Un paraguayo le violó a mi madre. Cuando me enteré, supe que no fui hecha por amor”, suspira Ana, quien ni bien terminó de recordar esta terrible experiencia, contó otras dos violaciones más dentro de su familia, a una sobrina y otra a su prima. Esta última fue violada desde los 6 a los 15 años.

Ana inhala una buena bocadana de aire que parece darle fuerzas para relatar su propia experiencia. “A mi casi me pasó una vez. Estaba durmiendo cuando llegó un tío, de 40 años, que violó a mi sobrina. Me desperté cuando me tapó con una sábana y luego la sacó. Al incorporarme, le vi en la punta de la cama. Era de tardecita, mi tia estaba jugando lotería y mi mamá trabajaba. Mis primos y yo estabamos de vacaciones”, menciona agitada, como reviviendo aquel momento, cuyo desenlace fue distinto al de otras víctimas. Afortunadamente, cuando el pánico empezaba a apoderarse de ella, llegaron sus hermanos de la escuela, riendo, situación que distrajo al hombre y ella aprovechó para salir corriendo y salvarse. “Me iba a tocar y justo llegaron ruidosamente mis hermanos. Eso me salvó”, recuerda con una media sonrisa. La otra mitad de la sonrisa la guardó por respeto a las que no corrieron con la misma suerte.

Tras este episodio, Ana acudió con los hechos a su madre, sin embargo, a ella le costó creer lo que escuchó, incluso, pensó que su hija se confundió de persona. “Mamá intentaba cuidarnos,” pero pese a sus esfuerzos, no podía estar completamente presente. Ella trabajaba desde las 3 de la madrugada hasta las 19 horas en una fábrica de maní, cuenta Ana.

Todos dormían en un mismo cuarto, encima de una alfombra. Cuando la madre de Ana se iba a trabajar, el tío invitaba a compartir la cama con él. Una noche, José, uno de los hermanos de Ana, pensó aprovechar el ofrecimiento y dormir en una cama, ya que con toda seguridad sería más cómoda que la alfombra. De repente, el silencio de la noche se vio interrumpido por el grito de José: “Tío, porqué hacés eso. No me toques! Tía! Abuela!". El tío, borracho, había intentado tocar a José.

Con este hecho, la madre de Ana entró en razón. “Ahí me creyó, y nos mudamos de casa”, relata con alivio la joven.

“NADIE QUIERE MANCHAR EL NOMBRE DE LA COMUNIDAD”

María, una joven indígena originaria del departamento de Amambay, relata su experiencia y falta de educación sexual. Su madre trabajaba todo el día y ella, junto a sus hermanos, quedaban a cargo de una empleada. Cuando fue el primer día de su menstruación, a los 12 años, la empleada fue quien estuvo presente. “Yo le pregunté si podía hacer pipí pese a estar menstruando, y me respondió casi con burla '¿en serio todavía no sabes? ¿Tu mamá no te contó?'”.

Así como no se habla de la menstruación, tampoco de las violaciones que ocurren en la comunidad, allí "nadie se preocupa y menos se ocupa".

Las mujeres no hablan, nadie menciona nada al respecto, porque “es algo que no debería pasar” y que nadie quiere contar. “No sé, tal vez porque nadie orienta cómo denunciar. Faltan más charlas y capacitaciones sobre el tema”, sostiene María.

“Yo nunca vi con mis ojos, pero se sabe que 'fulana fue violada', pero nadie se involucra ni quiere denunciar”, introduce y revela que sabe que una prima fue violada a los 13 años por un tío. Si bien no se embarazó, terminó abandonando su hogar porque “no quería ser un problema”. Luego de años sus padres se enteraron, pero ya nada podían hacer, ella dejó la colectividad por cuenta propia.

En esta comunidad del departamento de Amambay, las personas que pasan por situaciones de violencia suelen abandonarla. “Nadie sabe porqué. Pero, si una chica se va de su casa, la causa es abuso sexual o maltrato", asevera.

Según Maria, "nadie quiere manchar el nombre de la comunidad”, porque allí cada uno vive para su familia y lo que pasa dentro de ese núcleo se queda en él.

“Si vivís en la comunidad, es como una organización. Si te peleás con alguien, quedás mal con la comunidad”, dice y agrega que los habitantes entonces optan por el silencio, dejan pasar las situaciones “desagradables” para no tener problemas con nadie.

“NO ESCUCHÉ NUNCA DE ALGUNA QUE GRITE”

Dos mujeres indígenas originarias de Alto Paraná, Rosa y Clara, comentan que anteriormente sus madres no sabían casi nada sobre salud sexual ni cuidados contra el abuso o el maltrato. No recibieron ningún tipo de enseñanza al respecto en la adolescencia. La única enseñanza era la prevención ante el embarazo, pero sin recurrir a yerbas ni remedios. “Entre los de nuestra etnia no hay remedio natural para cuidarse. Si se embarazaban, se embarazaban”. Hoy día, ellas sostienen que no cuentan con materiales de enseñanza sexual, pero que igualmente enseñan en la casa a sus hijas a cuidarse.

Sobre el abuso de niñas y adolescentes, mantuvieron respuestas muy reservadas. Creen que solo se da un 5% de casos, “especialmente si no está la mamá en la casa.” Así también, admiten que “algunas se defienden, pero que nunca escucharon que alguna haya gritado”

Luego, casi lamentando haber realizado estas declaraciones, lo negaron y aseguraron que “no hay abuso sexual en nuestras comunidades”, ya que ahora hay más respeto.

La realidad supera las cifras

En el 2017, se registraron 79 nacidos vivos de niñas indígenas de 10 a 14 años; mientras que en el 2018, y “según datos preliminares”, hubo 71 nacidos vivos. Así lo informó el director general de Información Estratégica en Salud, Édgar Tullo.

Estas cifras condicen con las estadísticas del Ministerio Público, que informa que de enero del 2016 hasta abril del 2017, se registraron 2595 casos de abuso sexual en menores.

Este número responde solo a denuncias realizadas. Dato no menor, incluso, si solo se consideran los testimonios narrados en este diario y que refieren que la mayoría -sino la totalidad- de los casos de violaciones en comunidades indígenas no son denunciados. Por lo que el número real de hechos de abuso sexual de menores es aún más alto.

A esto se suma que los sometimientos generalmente suceden en el entorno familiar y que las niñas son más vulnerables.

Numerosas estadísticas podrían ser mencionadas, pero ninguna haría justicia a la implacable violencia que sufren niñas y adolescentes indígenas, que no conocen otra opción que la del silencio y el sometimiento comunitario.

¡DENUNCIA!

Para denuncias sobre todo tipo de abuso hacia niñas, niños y adolescentes, se puede acudir ante la Policía Nacional, las Consejerías Municipales por los Derechos del Niño, la Niña y el Adolescente (Codeni), la Fiscalía, la Defensoría de la Niñez, o llamar al 147 Fono Ayuda. Hacelo, depende de todos para empezar a cambiar esta dolorosa realidad.

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