“Ya cavé 3 metros y medio, que­dan 8 todavía. Si tengo suerte, voy a encon­trar agua”, dice Francisco Benítez, líder de la comuni­dad indígena Takuarusu I, del distrito de Abaí. Tiene el cuerpo cubierto de tierra. Empezó su labor a la mañana temprano. Cuando el equipo periodístico de La Nación llega hasta su comunidad, ubicada a 300 kilómetros de Asunción, es de tarde y hace bastante calor, pero Fran­cisco no piensa en el calor, ni en el cansancio. Tiene que excavar 11 metros para tra­tar de conseguir agua para las 26 familias que viven en su comunidad.

El agua, líquido vital para el consumo humano, es casi un artículo de lujo para las comunidades indígenas y campesinas de Caazapá, uno de los departamentos más pobres del país. La situación de Takuarusu I se replica en varias de las 36 comunidades que tiene el distrito, la mayor cantidad con relación a los 16 departamentos restantes en el país. Caazapá tiene 5.400 indígenas, según datos ofi­ciales de la Dirección Nacio­nal de Estadística, Encues­tas y Censos (DNEEC). La mayoría de los indígenas que viven en esta localidad son de la parcialidad mbya guaraní.

Francisco Benítez, líder de Takuarusu I y Adriano Centurión, líder de Ytú.

Benítez se queja de la ausen­cia del Estado. Si bien hace 20 años que viven en la zona, hasta hoy no tienen el título de propiedad de las tierras que habitan. El Instituto Nacional del Indígena (Indi) no compra la propiedad de 150 hectáreas, que figura a nombre de una empresa pri­vada. “Seguimos esperando que por lo menos tengamos los títulos del lugar donde vivimos”, dice.

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Para llegar a Takuarusu I el trayecto es difícil. El único camino que lleva al lugar es una picada, que cuando llueve se vuelve intransitable. El centro asistencial más cer­cano que tienen es el de Abaí, pero muchas veces este hos­pital no tiene ambulancia dis­ponible.

En lo que respecta a la educa­ción, la mayoría de las peque­ñas comunidades tienen dos o más aulas, en las que impar­ten enseñanza plurigrado. La que no tiene problemas para llegar a la escuela de Takua­rusu I es la soja. A menos de 50 metros de este centro de enseñanza, hectáreas ente­ras del grano componen el paisaje de los pequeños estu­diantes.

En la localidad de Takuarusu I, niños indígenas al costado de la escuela, que a 50 metros tiene una plantación de soja.

En algunos casos, los docen­tes no siempre cumplen debi­damente y faltan a clases frecuentemente, denuncia Teodora López, de 70 años, pobladora de la comunidad Mandua’ara I, de la colonia Tapyta, un pueblo campe­sino que está ubicado a unos 15 kilómetros de San Carlos.

La denuncia fue ratificada por Deisy Paola Rolón, del mismo asentamiento, quien asegura que los niños no aprenden nada, pero pasan de grado sin saben leer. “La maestra dice que es porque tienen hambre, pero en realidad no les enseña, ella (la docente) falta mucho y cuando viene no le hace caso a los niños”, dice en guaraní Deisy, quien tiene tres hijos, todos en edad escolar.

Niños de la comunidad Takuarusu I casi desnudos, sucios y pescando siempre por algo de comida.

ARRINCONADOS

Aunque los campesinos de Mandu’ara I obtuvieron un pedazo de tierra del Indert para asentar sus casas –sitios de 20x40– estos resul­tan insuficientes para produ­cir el alimento diario, lo que obliga a las familias a reali­zar pequeñas changas y usar lo poco que queda de las tie­rras cultivables –la mayoría usadas para la soja– a fin de plantar algún que otro ali­mento como poroto, maíz, maní o mandioca. Además, los habitantes de este sitio no acceden aún al título de pro­piedad de las tierras que se les otorgó hace más de 20 años, por lo que muchos abandona­ron nuevamente las fincas y buscaron otros lugares para poder sembrar.

COMUNIDAD MODELO

Si bien la mayoría de los indí­genas están en situación de vulnerabilidad, la comunidad Ytú se erige como modelo gra­cias a la organización del líder y el respeto de los miembros de esta aldea a las reglas que ellos mismos impusieron. “Tenemos reglamentos y se tienen que cumplir”, dice el cacique Adriano Centurión, quien indica que las mujeres y niños tienen prohibido men­digar en las esquinas y semá­foros de las grandes ciudades.

Las plantaciones de soja no respetan la franja lateral de los caminos.

“Esta es una comunidad inde­pendiente, estamos aproxi­madamente 60 adultos y for­mamos una organización que tiene por objetivo la educa­ción, la salud y la producción. Trabajamos en eso. Tene­mos comida, pero necesita­mos salud, un puesto y una ambulancia para los casos de necesidad”, dice Centurión, al indicar que están situados a 60 kilómetros de San Juan Nepomuceno, el centro asis­tencial de referencia más cer­cano a su localidad.

Centurión dice que hace falta el acompañamiento del Indi, la gobernación, la munici­palidad y la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia para que las comunidades recupe­ren su dignidad.

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