Nueva York, Estados Unidos. AFP.

El confinamiento en el estado de Nueva York llega a su fin este viernes luego de dos meses. Pero no aún en la Gran Manzana, antes epicentro de efervescencia económica y cultural y hoy foco de la pandemia de coronavirus, donde fue extendido hasta el 13 de junio por lo menos.

Varios comercios e industrias no esenciales reabren gradualmente sus puertas en las cinco regiones menos pobladas del estado, pero en la ciudad de Nueva York, donde suman más de 20.000 los muertos por el virus, las autoridades temen un rebrote y sus 8,6 millones de habitantes se enfrentan resignados a un futuro incierto.

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"Prolongar el confinamiento es la decisión correcta. Realmente apesta, pero no hay opción. Estamos tratando de poner nuestra mejor cara", dice a la AFP Shelby, una corredora de bolsa neoyorquina de 40 años que no quiso dar su apellido.

“Astutos”

En aislamiento "me aburro como una ostra", cuenta Rhonda Glass, de 80 años, que hasta la pandemia era voluntaria de varias organizaciones caritativas. "Solo espero que pronto podamos regresar a cierta apariencia de normalidad".

El alcalde Bill de Blasio ya anunció que las piscinas no abrirán este verano en la calurosa megalópolis, y quizás las playas tampoco.

Las escuelas estarán cerradas hasta el comienzo del nuevo año escolar en setiembre, por lo menos. Las autoridades investigan 110 casos en el estado de niños y jóvenes con un grave síndrome hiperinflamatorio posiblemente vinculado al coronavirus, que ha provocado ya tres muertes.

Cenar fuera, ir a un bar, a un museo, a un teatro en Broadway, a bailar, a un partido de béisbol, a un concierto en Madison Square Garden... Todo lo que representa Nueva York e implica una aglomeración de personas permanece cerrado.

"Tenemos que ser astutos", insiste el gobernador Andrew Cuomo, que el jueves de noche extendió por decreto el confinamiento en la ciudad de Nueva York hasta el 13 de junio. "No hay que minimizar el virus; nos ha ganado una y otra vez".

“Fantasmas ambulantes”

Delia Chávez, una niñera ecuatoriana de 60 años, concuerda en que el confinamiento debe seguir en Nueva York "porque ningún dinero del mundo compra la vida ni la salud".

"Hemos perdido la libertad, la calma, hemos perdido económicamente, emocionalmente. Somos unos fantasmas ambulantes, con nuestras máscaras y guantes y ropa protectora", dice con tristeza esta mujer que dejó de trabajar durante dos meses debido a la pandemia y ahora volvió a cuidar a una niña.

Sus jefes mandan un coche a buscarla a su casa cada mañana, para evitar que se contagie en el metro.

Los hispanos y negros, muchos de bajos recursos, con enfermedades crónicas anteriores, hacinados en pequeños apartamentos y sin seguro médico, tienen la mayor tasa de mortalidad debido al COVID-19 en Nueva York, casi el doble que la población blanca.

Cada día a las 19:00, la ciudad estalla en aplausos, vítores y caceroleos en honor de médicos y enfermeros luchando contra la pandemia.

"Esto ha unido a los neoyorquinos", reflexiona Shelby, la corredora de bolsa.

En total, la enfermedad ha matado a más de 27.000 residentes del estado de 19,6 millones de habitantes.

En el ápice de la pandemia, el 9 de abril, 799 personas murieron en el estado de Nueva York en 24 horas. La cifra ha caído a menos de 160 muertos esta semana.

Varias regiones del estado que cumplen con una serie de criterios comenzaron a reabrir este viernes la industria, la construcción y la venta minorista con entrega fuera de los locales.

En la ciudad de Nueva York, con la llegada del buen tiempo y tras dos meses de confinamiento, hay más personas en calles y parques.

El uso del barbijo es obligatorio en sitios donde uno no pueda mantener una distancia de dos metros de otra persona.

"Hace unas semanas tenía las calles para mí solo, era más seguro para mí trabajar fuera que en una oficina", señala el cartero Denzel Charles, de 59 años. "Pero ahora hay multitudes en las calles", dice.

Otros como Hans Robert, un ejecutivo informático de 49 años, han decidido dejar la Gran Manzana.

Robert se instaló con su familia en su casa de campo en las montañas Catskills, a dos horas de la ciudad, desde donde todos pueden trabajar o estudiar en línea.

El alquiler de 7.000 dólares mensuales por el apartamento que tenía en Manhattan “vale la pena cuando la ciudad funciona”, reflexiona. “Cuando no funciona es un impuesto a cambio de nada”.

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