Dique Chico, Argentina | AFP |
”¡No pueden fumigar!”, grita Sofía Gatica mientras agita los brazos en un cultivo de soja en Argentina, donde la utilización del controvertido herbicida está muy difundida.
Aquel día, la activista fue esposada y expulsada por la policía tras su irrupción en una propiedad agrícola privada de Dique Chico, en la provincia de Córdoba (centro).
Los habitantes se enfrentan casi a diario con los productores agrícolas por las fumigaciones con glifosato, un herbicida que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) es probablemente cancerígeno, usado para los cultivos con semillas transgénicas.
En Argentina esas siembras comenzaron a fines de los años 1990 y desplazaron paulatinamente la cría de ganado.
Al cierre de junio de 2018 había 18 millones de hectáreas sembradas, que rindieron una producción de 35,8 millones de toneladas y ubican a Argentina como el tercer mayor productor mundial, detrás de Estados Unidos y Brasil.
Pero esa cosecha implica millones de litros de glifosato vertido.
En Estados Unidos este lunes comienza el primer juicio sobre los posibles efectos cancerígenos del Round Up, el polémico herbicida de Monsanto que contiene glifosato.
Sin legislación
Presionados por los habitantes y sin que haya una legislación específica, los alcaldes de los pueblos argentinos han emitido ordenanzas que regulan las fumigaciones, tanto para limitar su alcance territorial como para controlar las cantidades de tóxicos en los herbicidas.
Pero las ordenanzas son impugnadas por los productores y a veces reciben medidas cautelares a su favor, lo que atiza el conflicto.
“Por un lado hay derechos constitucionales, como el derecho a ejercer la industria lícita, que es el que normalmente invoca el productor agropecuario. Pero, frente a ese, hay otros como el derecho a vivir en un ambiente sano, el derecho a la salud y el derecho a la vida”, refiere Darío Ávila, abogado ambientalista.
“En materia de agrotóxicos, en Argentina no existe una ley nacional que tenga aplicación en todo el territorio. Estas normativas son atribuciones reservadas a los gobiernos provinciales”, añade.
“Entran sin permiso”
“Yo entré a una propiedad para impedir la fumigación que entra sin permiso a las viviendas. Ellos pueden entrar a nuestros hogares sin permiso y nosotros le tenemos que pedir permiso a ellos para que no nos maten”, dice Gatica indignada.
“Su fumigación entra a mi casa, entra a mi huerto, mi huerto se seca, se contamina y mis hijos se mueren”, insiste esta mujer quien vive en Anisacate, un pueblo vecino a Dique Chico, y hace años perdió a una bebé de tres meses, nacida con malformaciones.
Según el neonatólogo Medardo Ávila, de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, desde que comenzó la fumigación con glifosato en Argentina, las poblaciones de las zonas rurales registran mayor incidencia de cáncer y de malformaciones al nacer.
“Lo que vemos los médicos es que las personas se enferman de manera diferente. Se mueren ahora principalmente por cáncer, desde que se empezó a fumigar y se usaron estos agrotóxicos de forma masiva”, indica.
“Claramente, las poblaciones agrícolas de Argentina tienen en este momento tres veces más cáncer que las poblaciones de las ciudades”, asegura Medardo Ávila, al referir que además en el campo de cada 100 nacimientos seis son de niños con malformaciones, frente a una medida de 2% en otras zonas.
“Ecoterroristas”
Alejandro Dalmasso, productor de soja en Dique Chico, no duda en calificar a los activistas contra el uso de glifosato como “ecoterroristas”.
“Estamos adheridos a las buenas prácticas agrícolas. Norma que hay, norma que cumplimos. Estos grupos están dispersos en toda Argentina, se alimentan de hacerle daño a este país. Nosotros los llamamos ecoterroristas”, afirma tajante.
“No hay ningún soporte científico serio de lo que presentan. Ese producto se desarrolló para ser utilizado en el agro. No tiene otro uso”, defiende.
Pero Fabián Tomasi, quien trabajó en la provincia de Entre Ríos surtiendo de herbicidas a los aviones de fumigación sin protección, asevera que el glifosato es algo “tremendamente engañoso, una trampa que nos han plantado gente muy poderosa”.
“Va a hacer que no quede nadie. Toda la tierra que tenemos no va a alcanzar para sepultar tanta muerte”, dice este hombre demacrado de 53 años, que sufre de polineuropatía tóxica severa.
La enfermedad lo ha convertido en una persona dependiente: le impide ingerir alimentos sólidos y le ha causado pérdida de masa muscular y dolores en las articulaciones que le limitan la movilidad.