El fotógrafo paraguayo Juanjo Ivaldi Zaldívar se instaló por primera vez en ese alejado territorio en 2009. Ahora vive en Seyðisfjörður, transformado por el contexto, un planeta distinto, como dice. El artista visual nos habla sobre la esencia de su nueva muestra y sus vivencias en la “tierra del fuego y el hielo”.

  • Por Jimmy Peralta
  • Fotos Juanjo Ivaldi

El pasado 17 de junio se habilitó en Islandia la muestra “Dejar apare­cer”, del fotógrafo paraguayo Juanjo Ivaldi Zaldívar, una propuesta coordinada por Auður Mikaelsdóttir que presenta un centenar de retratos de ciudadanos de Höfn, un pueblo de alrededor de 2.200 habitantes, donde el compatriota vivió un tiempo. “Dejar aparecer” es una forma de buscar pasivamente el momento artístico, tanto para permitir que este logre manifestarse, en este caso la imagen frente al observador, así como para el artista per­mitirse ver y captar la obra, en el caso de Juanjo, registrar con la cámara con el máximo respeto al retratado.

Ivaldi vive su segunda esta­día en la isla. En 2009 fue por primera vez, para vol­ver en 2014. Cinco años después volvió a instalarse y a revivir la conexión que le permite ese planeta que se le representa como Islan­dia, como paisaje y huma­nidad como contexto. “En el retrato, lo esencial no se fabrica: se revela”, cita el texto de convocatoria a la muestra. Juanjo habló con La Nación del Finde sobre esta iniciativa, su experien­cia en Islandia, y la búsqueda ética y estética que propone él con esta colección.

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“Cada persona me mostró algo nuevo de la forma de ver la vida que tienen los islandeses”, cuenta Juanjo al hablar sobre esta experiencia artística

–¿Cuál tu primera vincu­lación con Islandia antes de ir y la primera en cons­truir al llegar allá?

–Pensar en esto me llevó directo a una memoria de una sala de fotografía con un piso de ajedrez en el “Ins­tituto de la imagen”. Coinci­dentemente, la primera vez que escuché sobre Islandia fue en un curso de fotogra­fía que tomaba en Paraguay, allá por el 2006 o 2007, no recuerdo muy bien. Alguien puso música de Sigur Rós… ese sonido… lejano, como si viniera de otro mundo. Hoy, mientras te respondo a estas preguntas, vuelvo a poner Sigur Rós y preparo un café. Mi primer vínculo real con Islandia fue por Sunna, una mujer bellísima de estas tie­rras, a quien siempre voy a estar profundamente agra­decido por invitarme a llegar hasta acá. Con ella tuvimos una relación de jóvenes curio­sos en esos años, y un día me dijo: “¿Por qué no nos vamos a Islandia?” Yo le dije “¡Jaha!”. Y bueno, fue así como Islan­dia pasó de ser ecos sonoros (primero conocí su música), después solo imaginación, a convertirse en un hogar.

Llegar desde Paraguay en 2009, con 25 años, fue como aterrizar en otro planeta, Islandia es otro planeta. Recuerdo un paisaje más negro que verde: extensio­nes de lava, montañas, cie­los inmensos, inmensidad más inmensidad, bum, un aura boreal, 24 horas de día, 24 horas de noche y silen­cios. Hermosos silencios. No era el Islandia “turís­tico” de hoy, era un país más reservado, lleno de barrios y a la vez más salvaje. Esa naturaleza en todas sus for­mas, honesta, me atrapó de una forma que nunca ima­giné. Creo que, en ese pri­mer invierno, mientras la nieve caía sobre un pla­neta que apenas empezaba a conocer, supe que algo en mí también estaba cam­biando. Para siempre.

–¿Cómo definirías al retrato, y cómo lo dife­renciarías de otras formas fotográficas?

–Para mí, el retrato es una forma de crear un espacio con el otro. No es una impo­sición de la mirada, del “yo fotógrafo” quiero que vos persona hagas esto para que el “yo fotógrafo” sobre­salga. En mi experiencia, un retrato ocurre cuando el otro puede emerger, cuando no se lo interrumpe ni se lo fuerza a ser algo. En este sen­tido, lo diferencio de otras for­mas fotográficas que a veces buscan captar lo especta­cular, lo inmediato o lo evi­dente. El retrato, en cambio, es más lento. El retrato es espera. Uno se queda espe­rando un gesto, una pausa, un silencio donde algo del otro se revele. Es como transitar el mundo analógico de la fotografía. Suele haber un segundo donde la persona decide darte algo, o a veces se le escapa, porque siempre está ahí. En mi búsqueda del retrato, no trato de fabricar una imagen, sino dejar que algo que ya está, como la dig­nidad, una verdad, incluso una herida, se asome, de for­mas diferentes. Y cuando hay escucha, cuando hay tiempo, ahí entre dos personas, esa imagen puede convertirse en un espejo donde alguien se reconozca con una dignidad que quizás había olvidado. Por eso, para mí, retratar es también un acto de respeto.

Para realizar este trabajo tuvo que viajar todos los fines de semana, durante tres meses, al poblado de Höfn (foto) ubicado a unos 150 km de Seydisfjördur, su lugar de residencia

EL TRAYECTO

–¿Cuándo empezó a tener forma de muestra esta colección de fotos?

–Esta última exhibición de retratos tiene sus raíces en una experiencia previa del año 2023, cuando trabajé junto a Greta Clough en una región del norte de Islandia. Allí realizamos una serie de entrevistas y retratos que cul­minaron en la muestra Fl(j)óð, una exposición fotográfica centrada en mujeres de ori­gen extranjero que vivían en Húnaþing Vestra. Comparti­mos las historias de 33 muje­res de la comunidad, cele­brando sus raíces y abriendo espacios de reflexión sobre el lugar que ocupan las mujeres inmigrantes dentro de la sociedad islandesa. Este pro­yecto fue muy bien recibido y tuvo buena cobertura mediá­tica en el país. Inspirada en esa experiencia, Auður Mikkels­dóttir se puso en contacto con­migo con la idea de hacer algo similar en Höfn, una localidad del sureste a donde llegamos juntos con Tess Rivarola en 2019 y donde vivimos por más de un año. Esta vez, el enfo­que estuvo puesto en las y los habitantes de la comunidad. Así comenzó esta nueva etapa.

Durante tres meses hice lo que más me gusta en la vida; manejar en ruta islandesa, escuchar música y fotogra­fiar. Viajé desde Seydisfjör­dur (un pequeño fiordo del este donde vivimos desde el 2020) a Höfn todos los fines de semana, unos 150 km, atravesando dos rutas de montaña que alcanzan los 600 metros de altitud y no pocas veces están cubiertas de niebla. Conocí y fotogra­fié a 114 personas. En cada encuentro conocí algo nuevo de esta cultura. Tomé café como nunca antes en mi vida. Acá cada vez que llegas a una casa no importa la hora que sea te invitan café. Cada per­sona me mostró algo nuevo de la forma de ver la vida que tienen los islandeses. Y así fue tomando forma la mues­tra: como un retrato colec­tivo que busca reflejar la diversidad del pensamiento, la memoria compartida y lo cotidiano de quienes habi­tan este rincón del sureste islandés.

“Islandia me ha dado algo valioso: la posibilidad de mirar con más atención, de reinventarme, de sanar, de perdonar, de crecer de muchas formas”, dice Juanjo Ivaldi Zaldívar

–¿Qué sensaciones o inten­ciones conectan o vinculan entre sí a las fotos de esta muestra?

–Una serie de fotografías puede narrar una historia, pero en esta muestra de retra­tos el hilo no es argumental. No hay un relato lineal, sino una atmósfera que se cons­truye desde la escucha. Para cada retrato, lo único que pedía era que la persona eli­giera el lugar donde quería ser fotografiada. Algunos esco­gieron sus casas; otros, los caminos donde pasean con sus perros. Algunos volvían a las granjas de sus abuelos, a los establos donde cuidan caba­llos, ovejas o gallinas. Esas elecciones no fueron casua­les: en esta serie de retratos el paisaje no es fondo, es parte del cuerpo. Creo también que lo que une estas imágenes es una intención compartida porque para ser retratado hay que querer ser visto.

En muchos de estos retratos se puede leer el arraigo pro­fundo que cada islandés tiene con su tierra. Para muchos, decir “soy de tal lugar” es un acto de orgullo. Y no es solo una frase: es literal. Algunos nunca salieron de su pueblo Son de ahí, y lo son a mucha honra. Cada persona retra­tada iba trayendo una nueva perspectiva; su forma de pen­sar. Y, sin embargo, algo se repetía, remitiendo a algo ya escuchado antes, al otro lado de la isla. Y así se fue tejiendo más o menos, una sensación de intimidad, de presencia, de pertenencia. Quizás lo que une estas imágenes no sea lo que se ve, sino lo que se intuye: una vibración, una confianza, una forma de mirar que no busca transfor­mar, curiosea. Lo que deseo es que cada retrato sea una puerta entreabierta entre la presencia y el misterio.

La muestra, que forma parte de los festejos por el aniversario de independencia de Islandia, quedará abierta hasta el otoño boreal

OBSERVACIÓN Y ESPERA

–¿Cómo llegás vos a la idea de “dejar aparecer” y qué pensás que te aporta como fotógrafo en el contexto donde te manejás?

–El concepto de “dejar apa­recer” lo tomo prestado de Humberto Maturana, bió­logo chileno, quien plantea que amar es permitir que el otro sea, sin forzarlo a cum­plir con nuestras expectati­vas. Me quedó resonando, y con el tiempo entendí que eso también era lo que yo buscaba al retratar. Coincide con mi manera de aproximarme al retrato, no desde la dirección ni la construcción, sino desde la observación y la espera. Yo no me siento tanto un fotó­grafo que “arma” imágenes, sino alguien que observa, que acompaña. En el con­texto donde vivo, el “country­side” de Islandia, el tiempo se percibe de otra forma, las personas tienen otras for­mas de relacionarse. En el momento del retrato, las personas acá pueden llegar a ser muy cerradas para noso­tros los “sudacas”. Pero eso es una interpretación desde una expectativa del otro. Aquí, se vuelve clave ser observador, quedarse quieto. Acompañar el silencio entre los dos, acom­pasar el momento. Aquí no se pueden forzar las cosas. Entonces uno, como fotó­grafo, va generando el espa­cio, las condiciones donde la persona pueda mostrarse, si quiere, si lo siente. Puedo decir hoy que “dejar apare­cer” se ha vuelto para mí una ética del mirar y del convivir.

–¿Podrías comentarnos algo de Höfn?

–Höfn es un pequeño pue­blo al sureste de Islandia, rodeado de playas negras, glaciares del Parque Nacio­nal Vatnajökull y montañas que respiran con el clima. Tiene tormentas de viento, neblinas… y unos amigos maravillosos. Llegamos allí con Tess Rivarola en mayo de 2019. Hay algo en su pai­saje: el viento te habla, o la luz cambia de golpe y te mues­tra otras formas. A primera vista puede parecer un lugar aislado, pero después de esta experiencia fotográfica me di cuenta de que tiene una vida comunitaria generosa. Vivi­mos un año con Tess en las afueras de Höfn, Hólmur, en una casa amarilla, con el gla­ciar como jardín. Después de esa experiencia armamos una exhibición en conjunto: con poesías de Tess y foto­grafías mías, que se llamó “Mirada extraviada”. Tess tiene mucho que ver con mi desarrollo como artista. Me empujó a buscar más pro­fundidad, a ir más allá. Exige como loca, y eso sirve muchísimo.

Más de un centenar de pobladores de Höfn se ven retratados en una colección de imágenes que a los ojos del fotógrafo representa “una ética del mirar y del convivir”

–¿Cómo es tu vida allá?

–Ahora vivimos en Seyðis­fjörður, en el este de Islan­dia, a 661 kilómetros de la capital. Mi vida hoy es bas­tante tranquila, ya no farreo tanto, también intensa en otros aspectos. En el día a día cocino, saco fotos, tomo helado, voy a nadar, chismo­seo con la gente, me plagueo… y otras cosas que no te voy a contar porque seguro que mi vieja va a leer esto. Siento que, en lugares como estos, donde el tiempo se mueve más lento, uno puede escuchar mejor. Mirar las cosas en sus dife­rentes formas y estados.

Escuchar a los demás, y tam­bién a uno mismo. La natu­raleza no es solo un com­plemento o una foto para Instagram: es un personaje más que convive entre noso­tros, con el que uno dialoga todos los días. Te guste o no. Reykjavik, Höfn, Seyðisf­jörður… Islandia me ha dado algo valioso: la posibilidad de mirar con más atención, de reinventarme, de sanar, de perdonar, de crecer de muchas formas. De vincu­larme con la gente de otra cultura, desde las diferen­cias y el respeto. Y de cons­truir un ritmo de vida más acorde con lo que necesito en este momento.

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